viernes, 28 de noviembre de 2014

Homenaje


HOMENAJE
por Marina de la Serna

Parecías ser el más odioso de los profesores, o más bien, jugabas a serlo. Anteojos redondos  y chiquitos, iguales a los monóculos, y un bigote largo y retorcido en las puntas, que te daban un aire a principios de siglo veinte, con sólo agregarte un bombín y un bastón hubieras pasado desapercibido en un viaje en el tiempo.

Hoy descubrí que tu blog aún existe, frenado y congelado para siempre en el 2012. Qué rara esta eternidad en la nube cibernética, además de los papeles y los objetos, también se dejan atrás trabajos, documentos, imágenes y pensamientos que vinieron a tu mente en el medio de una noche tranquila, mientras tu hijo duerme y la gata te hace compañía con sus juegos.

Leo esas viejas entradas, pensamientos y homenajes a Ballard, reflexiones sobre nuestra época, cosas que se te ocurrían mientras mirabas a tu hijo crecer, todo mezclado con links a los textos de tus clases, calificaciones y recomendaciones para los trabajos prácticos. Ese blog me dice que no te fuiste. No. Estás aquí, presente, como hace cinco años, cuando sin darnos cuenta, disfrutábamos con lo que tenías para decirnos, porque era tu pasión estar ahí, parado frente a la clase, explicándonos cómo se comportaba la luz, quién era Ansel Adams (o Don Ansel, para los amigos), por qué el gris medio tiene ese nombre, y por sobre todo, que en una buena fotografía no debían faltar nunca las luces altas, los medios tonos y las sombras profundas. Igual que en la vida, en toda vida, y ciertamente, en la tuya.

Jamás ni una bala, ni un facón, ni nada te podrán arrancar una pasión así, por la ciencia, por las ideas, por las historias bien contadas. Algo, por insignificante que parezca, quedará de tu paso por aquí. Alguna semilla olvidada brotará en el silencio para decirnos que no ha sido en vano, y que allí nos encontraremos, en la Zona V, el justo medio entre las altas luces y las sombras más profundas.

A Guillermo Mischkinis

miércoles, 10 de septiembre de 2014

ANANÁ



ANANÁ

Por Alejandro Anderlic 

Ayer me desperté a las nueve de la mañana. Fue la primera noche que dormí en casa sin Lola y los chicos. El aire se había impregnado de olor a ananá. Yo decía que era ananá. Lola decía que era piña. No sé bien cómo distinguir una fruta de la otra. Para el caso, importa poco. Creo que piña es lo que comíamos con el desayuno las veces que fuimos a Brasil con ella y los chicos. El punto es que el olor viene de la cosa gigante que se nos está viniendo encima. ¿Dónde estará Lola? ¿Cuándo volveré a ver a los chicos? La gente no se ha puesto de acuerdo en qué es eso que se está acercando. Algunos lo están ignorando y siguen haciendo su vida de siempre. Otros, como Lola, entraron en pánico y se escaparon de la ciudad. Creo que a partir del ananá gigante se formó una grieta en nuestra sociedad y nada volverá a ser como antes.

Lola se dio cuenta hace una semana, cuando todavía nadie hablaba del tema. Era jueves, salíamos del cine y ella me señaló algo junto a las Tres Marías, que brillaba mucho más que una estrella. Al lado nuestro, una pareja mayor también lo comentaba. Ella le insistía; él, le decía que estaba loca. Estuve a punto de meterme en la conversación, pero Lola me tomó del brazo y levantó la mano para llamar un taxi. Me acuerdo de eso y me viene a la mente la imagen de mi hijo menor, cuando acomodaba las valijas en el asiento de adelante del auto, diciendo que su madre también se había vuelto loca.

Al otro día, mientras desayunábamos comentando la película, empezaron a hablar del ananá por la radio. Los chicos ni se dieron cuenta. Con Lola, nos fuimos para el balcón y ahí nos quedamos duros, viendo que la cosa había crecido bastante. Tenia forma de piña, o de ananá. Era del tamaño del sol, pero no encandilaba. Lola llamó a su trabajo para avisar que no iba a poder ir. Tampoco quiso mandar a los chicos al colegio. Me contaron ellos, después, que su mamá se había pasado el día rezando frente al televisor. Yo fui a la fábrica, pero me tuve que volver más temprano. Es que Lola me llegó a mandar treinta mensajes al celular, diciéndome que tenia miedo. Le pedí que por favor no hiciera escándalo delante de los chicos. Volví a casa sin prender la radio del auto, pensando en el ananá que se estaba acercando. Para cuando estacioné en el garage, había llegado a una conclusión muy lógica: no hay ananás gigantes viajando por  el cielo. Sin embargo, al bajarme, miré para arriba y vi cómo esa cosa, que no podía ser un ananá, ya tenia el doble de tamaño que el sol. Fui directo a la cocina por una copa de vino. Le ofrecí una a Lola, que estaba ahí sentada, con el rosario que compramos en Roma enredado en la muñeca. Los chicos estaban jugando en su cuarto.

Lola cambiaba los canales apretando el control remoto con el pulgar, sin decir una palabra, como si estuviera poseída. Las noticias en la tele eran contradictorias. En el 22, hablaban de un meteorito que iba a estrellarse con nuestro planeta. En el 23 daban una película vieja. En el 24, había un panel de expertos hablando de una acumulación de gases provocada por el calentamiento global -que curiosamente había adoptado forma de piña- y que sería inofensiva. El canal oficial pasaba el discurso del presidente en la inauguración de una planta empaquetadora de legumbres.

Me levanté a buscar el teléfono para llamar a mi hermano mayor, a ver qué pensaba él de toda esta locura. Me dijo que era un infeliz si creía en lo del ananá. Discutimos fuerte hasta que le colgué. Fue una conversación muy desagradable. En el medio, Lola acostó a los chicos y me hizo una seña de “te espero arriba”. Me quedé un rato sentado en el sillón del living y cuando subí, ella ya se había dormido con un libro abierto, los anteojos puestos y la tele prendida. Cambié de canal y me puse a mirar un programa sobre un pueblo originario en extinción.

El sábado nos despertamos como siempre para llevar a los chicos a deporte. Lola levantó la persiana y me vino a buscar, agitada, para avisarme que la piña había desaparecido. Era cierto, no se veía más. El cielo estaba todo nublado y la bruma no dejaba ver a más de cien metros. Por suerte, no llovía. Sin decir nada, Lola me abrazó y me dio un beso con los ojos cerrados. Hacía rato que no nos dábamos un beso con los ojos cerrados. Entramos a la página Web del club y nos aseguramos de que fueran a hacerse los partidos a pesar del clima espantoso.  Ayudamos a los chicos a ponerse el equipo de gimnasia y partimos. Había mucha menos gente que otros fines de semana, como cuando tenemos un feriado puente. Mientras ellos jugaban, nos fuimos con Lola hasta el bar por un café. Al rato, la bruma empezó a levantarse.

Los siguientes dos días no hablamos del tema. Ni de ese ni de ningún otro. Recién el martes Lola me propuso que dejáramos la ciudad. Yo me acordé de lo que me había dicho mi hermano y le dije que no. Ella insistió y se fue con los chicos. Los chicos no se querían ir, pero ella es la madre… De todas formas, quedamos en encontrarnos acá cuando todo hubiera pasado.

Ahora me asomo de nuevo por la ventana y casi puedo tocarlo. Definitivamente es un ananá gigante. Un ananá con forma de meteorito. O al revés. Es anaranjado y destellante. Está lleno de cuadrados y tiene unas puntas oscuras que sobresalen y que seguramente pinchan. Quizás haya vida adentro, eso empezaron a decir hoy en los noticieros. Desde ayer, toda la ciudad está cubierta de sombra. El sol y mi familia quedaron del otro lado.

viernes, 29 de agosto de 2014

NUBES

NUBES

Por Marina I. de la Serna

La hoja se va cubriendo de colores. Verde para el pasto, rojo para las flores, marrón para el tronco del árbol, amarillo para el sol, que tiene dos ojos y una sonrisa roja, grande y hermosa. Faltan las nubes. Amanda busca en el potecito de plástico, pero no quedan crayones celestes. Ni siquiera azules. Así que decide, casi sin decidir, que serán verdes. Las dibuja redondas, ovaladas, una le sale un poco aplastada.
Nadie le ha dicho todavía que las nubes no pueden ser verdes, que las composiciones deben ser de media carilla y estar escritas con caligrafía impecable.



Hoy las nubes son verdes. Y muy hermosas.

miércoles, 11 de junio de 2014

El Mundial

¿Se palpita?… ¡Sí se palpita el mundial! Creo que la palabra mundial es repetida mil veces a cada hora, en la radio, en la tele, por los chicos con el álbum y las figuritas, en los adultos que hablan de los equipos y cuál de ellos está mejor preparado. Es el único tema de cualquier conversación.
                Para mí es como se va gestando una ola, que contagia la emoción. Las esquinas ya están plagadas de merchandising de gorritos, banderas, remeras, y hasta se pueden conseguir réplicas de la copa dorada. Ya se siente que estamos en la cuenta regresiva. ¡En 24 horas empieza el mundial! Igual creo que la cresta de la ola se forma el día que Argentina juegue su primer partido. Ahí se va a sentir esa fiebre que nos contagia a todos, que nos va a tener aferrados a la tele mientras pasan los minutos del partido. Los chicos irán al colegio con las camisetas, los autos tendrán las banderas en las ventanas, y Ezeiza será copada por fanáticos listos para partir. Ese día los bares se llenarán y donde será imposible conseguir taxi en las calles desiertas. En esa hora y media no van a sonar los celulares (salvo el whataspp). Vamos a entrar en un limbo celeste y blanco anhelando la victoria que nos haga olvidar de la vida diaria y nos eleve a un estado de ánimo de alegría. Si ganamos el partido, el día a día se transforma en un reality que se sigue minuto a minuto.
                La ola es enorme y arrasa con todos los argentinos. Es imposible evitarla.
                                                               ¡Vamos Argentina!


martes, 13 de mayo de 2014

LA CATEDRAL


LA CATEDRAL
por Marina de la Serna

Llegamos al linde del bosque antes del amanecer. Helaba, un frío de escarcha se nos clavaba en los huesos, y la niebla iba cubriendo todo. Faltaban unos pocos kilómetros para alcanzar la fortaleza. Si no encontrábamos problemas al cruzar el río, llegaríamos al pie de la colina pasado el mediodía. En la cima esperaba la ciudad amurallada.

La niebla empezó a despejarse. Cruzamos el río. El terreno empezó a subir, y los caballos tropezaron, agotados por el esfuerzo de haber cabalgado todo un día y una noche, con apenas un corto descanso. Decidí desmontar y hacer el último trecho a pie y solo. Mi compañero no lo entendió, pero aceptó quedarse con los caballos y esperarme junto al río. Prometí que volvería antes del anochecer.

Mientras subía iba recordando detalles, retazos que creía olvidados, conversaciones con mi padre, diálogos sueltos que alcanzarían su pleno significado sólo muchos años después. Cada piedra tiene una característica propia, un ritmo, una vida que le pertenece, me decía. Nuestra tarea es descubrirla, para darle su verdadero lugar en la construcción. Y cuando te parezca que tu trabajo ha terminado, no te dejes engañar, eso decía, y después callaba. Pero cuando le preguntaba el por qué de ese consejo, no me respondía. Sólo me miraba, enigmático.

Atravesé las murallas de la ciudad a media tarde. Caminé despacio, observándolo todo,  buscando con la mirada lo que me había llevado hasta ahí, después de tantos años, después de toda una vida. En el centro de la ciudad la encontré. Me estaba esperando, alta, orgullosa, magnífica y eterna. La catedral se erguía en busca del cielo, piedra sobre piedra, sostenida por los arcos y las columnas que mi padre había ideado y ayudado a construir. Sabía, como todos los maestros constructores, que no viviría para verla terminada, y por eso confió en mí, en que yo estaría entre quienes terminarían la obra, dirigiendo los últimos trabajos.

Antes de llegar al umbral, me detuve y miré hacia arriba, a la torre y a la alta aguja que la coronaba. Los constructores se habían esmerado, ese pináculo podía verse desde muy lejos, una brújula para orientarse entre los valles. Esperé un poco antes de entrar. Sabía y no sabía lo que encontraría en su interior. Miré hacia abajo, a mis pies cansados de polvo y viajes, respiré hondo, y entré. Temblaba por dentro, sólo para mí, nadie más lo hubiera notado.

Por dentro la catedral era aún más majestuosa, revestida de eternidad. El silencio me acompañó, caminó conmigo cada paso hasta la misma cúpula en el centro de la cruz que el edificio dibujaba en el piso. La luz era sobrenatural, transformada al atravesar los vitrales, caía en cascadas de colores donde los sentidos se perdían, donde el aire parecía líquido y gas al mismo tiempo.

Perdí el sentido del tiempo. En cada piedra encontraba y reconocía mis manos, mientras las pulían a golpe de cincel. Ésa había sido mi única tarea, bajo la dirección de mi padre. Jamás llegué a dirigir esa construcción, luego de la muerte de mi maestro constructor. Me eché a los caminos, entre la desesperación y el remordimiento, y nunca logré deshacerme del todo del peso de la tarea que no llegaría a coronar.

Ahora, la catedral me observaba. Había continuado sin mí, y sentí el reproche en esa mirada. Me di vuelta y comencé a volver sobre mis pasos,  lentos, como si arrastraran todo el peso de la construcción. Entonces lo vi. A un costado de la nave la luz entraba a chorros, vertical, sin veladuras ni colores. Un pedazo del techo se había desmoronado. Aún había trabajo que hacer.

domingo, 11 de mayo de 2014

EN DOS PARTIDO


EN DOS PARTIDO

 Por Alejandro Anderlic

Mi primo Tiburcio no era de la Capital como nosotros. Nació sin cabeza un sofocante febrero, dos años antes que yo, en un rincón de la Provincia de Corrientes que no figura en los mapas. En verdad, cabeza tenía, pero no la llevaba pegada al cuello como todos. En su pueblo se estaban preparando para la primera noche de Carnaval, así que nadie le debe haber dado importancia al curioso episodio. Dicen que, en ese momento, la caravana de treinta carrozas empezaba a avanzar por la peatonal, que quedaba a dos cuadras de ahí, y que la reina de la comparsa se sacudía toda mientras le refregaba en la cara las lentejuelas doradas al mulato del redoblante, que la miraba encandilado.

El ruido de la calle, ensordecedor y, ahícito nomás, el silencio -silencio- de la sala despintada del hospital, donde parece que el cuerpito movía las manos y las piernas como haciendo bicicleta, en brazos de la enfermera. Me contaron que cuando le estaban por empezar a coser el vientre a la parturienta, el doctor habría escuchado un quejido que venía del fondo de las entrañas. Aparentemente, el doctor se puso de nuevo los anteojos de marco negro grueso y, sin dudarlo, metió la mano bien adentro y sacó una pequeña pelota con ojos, nariz, oreja y boca, que chillaba y chillaba. Se la entregó a la partera, que en seguida la juntó con el resto y apoyó las dos partes sobre el regazo de la Tía. Ella las abrazó, intentando juntarlas, y respiró aliviada al notar que su niño lloraba como todos los bebés.

Mi mamá me decía siempre que, a pesar de todo, Tiburcio parecía haber tenido una infancia bastante feliz allá en el Interior. Que en su casa nadie se animaba a sacar el tema. Que cuando él les hacía preguntas a la Tía y al Tío, ellos en seguida lo invitaban a dar una vuelta a la plaza para tomar un poco de fresco y pensar en otra cosa. Me dijeron que, de chiquito, le encantaba hamacarse, remontar barriletes y comer helado de chocolate amargo. Cuando cumplió seis, nuestra abuela, que tanto lo quería –pienso que a él más que al resto de nosotros- le regaló una jaulita, que parecía de cristal, pero que en verdad era de vidrio. En esa jaulita entraba perfecto la cabeza de mi primo. La ponían ahí adentro cuando Tiburcio se iba a dormir y cuando salían de paseo. Escuché que era muy práctica y liviana y que la habría usado hasta los catorce, cuando pegó el estirón. Mi otro primo, el hermano de Tiburcio, me confesó que, algunas noches, cuando Tiburcio roncaba, él la sacaba al patio, para que no lo molestara. Hoy la jaulita está en la cocina de mi abuela y ahí guardamos los quesos duros y los salamines.

Aparentemente, Tiburcio también era un excelente deportista. Fue el segundo mejor promedio en la historia de su escuela y que ganó ocho veces la medalla al mejor compañero. En mi cole no daban medallas por eso. Mi mamá siempre se quejaba y decía que debía ser algo del Interior. Por lo demás, Tiburcio no parecía tener más preocupaciones que el resto de sus amigos. Hasta yo debia tener, a esa edad, más preocupaciones que Tiburcio. Cada vez que hablábamos por teléfono, él se esforzaba por explicarme que era normal como los normales. Mi papá siempre dice que acá vivimos con otros parámetros de normalidad. Pienso que nada cambia que tengas o no una cabeza pegada al cuerpo, mientras puedas caminar y hablar y seas relativamente feliz, como Tiburcio.

A los dieciocho, Tiburcio se quiso venir a estudiar a la Capital. Mi mamá se cansó de decir que era mejor que no parara en casa y recuerdo las discusiones entre ella y la Tía por la suerte que iría a tener Tiburcio en Buenos Aires. En eso tampoco la entendí a mi mamá.

Al final, arreglaron para que se instalara en una residencia de curas. Yo quería ir a buscarlo a la terminal el día que llegó, pero mi papá insistió en que mejor visitarlo el fin de semana, así se podia acomodar tranquilo. Lo cierto es que Tiburcio nunca había viajado solo tan lejos y yo sentía que nos necesitaba. Unos años más tarde, él me contó que se pasó todo el viaje pensando en las ganas que tenía de conocer el Obelisco.

Esa madrugada, se bajó del ómnibus en Retiro. Nadie más viajaba con él. Llevaba en una mano la valija que le habían regalado y su cabeza en la otra, colgando de los pelos. La señora del puesto de diarios lo vio caminando por el pasillo, silbando, y salió corriendo desesperada a avisar a la policía. El patrullero tardó unos diez minutos en llegar. Para entonces, Tiburcio ya se había subido al único taxi que vagaba por ahí cerca. Al cerrar la puerta, el taxista lo miró por el espejito, clavó el freno, se dio media vuelta y le pidió, temblando, que se bajara de su auto.

Tiburcio se sentó en el cordón de la vereda. Apoyó la cabeza al lado de la valija y en seguida se formó un charco de lágrimas alrededor de eso. Tomó su teléfono y marcó mi número. Yo sabía que era él. Antes de sacar el auto del garage para ir a buscarlo, pasé por una farmacia de turno y compré algunas cosas.

sábado, 26 de abril de 2014

NOMEOLVIDES


 

NOMEOLVIDES

 
Por Alejandro Anderlic 

Entró a mi quiosco de madrugada, con su delantal de colegio blanco recién planchado, la mochila de Barbie, que era más grande que ella, y botitas de goma color chicle, como único signo del terrible diluvio que estaba cayendo afuera.

Pero ella no estaba mojada y olía a rosas. Tendría unos ocho o nueve años, mejillas caramelo de frambuesa, el pelo rocío de miel. Se paró frente al mostrador, en puntas de pie y, sin decir nada, empezó a recorrerlo con la mirada, abriendo a más no poder sus ojos negros enormes. Esperé unos minutos y le pregunté si podia ayudarla. “Bueno, gracias, señor. ¿Tiene de esas pastillitas de anís con forma de corazón que vienen en una cajita de colores..?”

A muy poca gente le gusta las pastillas de anís. A mí me encantan, pero las empecé a apreciar de grande. Lo mismo que a Lina. En este momento, podría decir que a nadie quise tanto como a Lina. La conocí una noche de abril cerca de la estación de trenes, en la cuadra más oscura. En seguida me llamó la atención. Llevaba un impermeable claro y no sé si algo más. Charlamos unos minutos pero no quedamos en nada.

La siguiente vez que nos vimos no llovía y me animé a invitarla a casa. Fue esa noche cuando, entre los dos, nos animamos a tocar la luna. Depués nos quedamos profundamente dormidos, ella tomada de mi mano. Desperté a media mañana, con un beso suyo en la frente. Me dijo que ya se tenía que ir y no me animé a retenerla.

Iniciando un rito que se repetiría una vez por mes, saqué el dinero del bolsillo del pantalón y lo dejé sobre el escritorio.

Ella me miró así y pudo frenar el tiempo para siempre. Sacó una birome de su cartera y y escribió algo en el billete que estaba arriba de todo, uno de cincuenta pesos. Lo dobló en ocho, extendió su mano para que yo abriera la mía y me lo devolvió. Nos dimos un abrazo y luego partió. Recién al rato, me animé a abrir el puño y el billete, que había quedado hecho un bollo. Lina había escrito junto a la figura de las Malvinas un “Nomeolvides”, con trazo tembloroso, en tinta roja.

Con el tiempo, empecé a acostumbrarme al perfume de rosas y anís de Lina. Nuestras vidas seguían marchando sin sobresaltos por caminos paralelos, que se cruzaban en celestiales encuentros metódicamente calendarizados. Todos los meses, ella esperándome en la misma esquina, yo renovando mi invitación y al rato los dos como uno.

Hasta que en la madrugada del mes once, nos animamos a tomar la decisión. Ella se despertó sobresaltada y fue corriendo al baño. Al prender la luz del pasillo, yo también me desperté. Volvió al rato toda empapada, con una noticia impensada y dos vasos de limonada en la mano. Le dije que no se ofendiera, que no tenía sed y prefería pasar solo el resto de la noche. Tomó los billetes, como siempre. El de abajo de todo, seguía arrugado y tenía algo escrito con tinta roja. Nos despedimos con un abrazo.

No volví a saber nada de Lina. Nunca más pasé por su esquina, por miedo a no sé qué. Todavía me lamento y empiezo a extrañar sus dos aromas, que me quedaron para siempre impregnados en el alma.

“¿Cuánto le debo, señor?” –me preguntó la chiquilina.

Le respondí que nada, que justo esas que ella había elegido eran gratis. Que las llevara y qué bueno que a alguien le gustara el anís como a mí.

La nenita sonrió, sin decir nada. Fue hasta la heladera que tengo en el fondo y sacó una botellita de limonada. “¿Cuánto es?” - me preguntó.

Le contesté que veinte pesos.

Entonces sacó un billete de cincuenta de adentro de la mochila, todo arrugado y descolorido y lo dejó apoyado sobre la pila de alfajores de maicena.

Y se marchó. Alguien la esperaba en la esquina, con un paraguas enorme.

miércoles, 2 de abril de 2014

PHOTOSHOP


PHOTOSHOP
por Marina de la Serna

“Una foto más”, se dijo Lali al mirar el reloj de la compu y darse cuenta de que habían pasado varias  horas desde la medianoche. Ahora el viejo laboratorio se había transformado en la pantalla de una Mac, y las bandejas con los químicos, en el PhotoShop. Ya todo el universo fotográfico se manejaba así, pero a veces Lali y un par de trasnochados más extrañaban las noches enteras a la luz de una penumbra rojiza, los ojos acostumbrados a ver, como los gatos, cosas que no se percibían a la luz del día. El reloj sólo se miraba para contar segundos o minutos y no zarparse en el revelado. “Te la pasás mirándolo, pero nunca sabés qué hora es”, le decía un colega en aquellos años de negativos y papel fotográfico. Y eso era una ventaja, pensó mientras el reloj en la pantalla le decía que sólo podría dormir un par de horas, y el gato se acurrucaba a sus pies buscando calor.
Se puso a trabajar en la foto del puente sobre el lago del Central Park. Una buena toma, con profundidad de campo, todo en foco. Tenía que equilibrar un poco el contraste, y agregarle un poco de luz en las sombras. Y mientras se concentraba en no pasarse con la luz de relleno, lo vio. Ahí, al fondo, atrás del puente, desde la orilla del lago, mirándola directamente a ella, o en realidad, a la cámara en el momento del disparo.

Bruno abrió la puerta, prendió la luz y calmó al perro (un labrador) que saltaba descontrolado, feliz de volverlo a ver después de otro viaje. Dejó el bolso sobre la cama y se fue a pegar una ducha. Las once horas de vuelo desde Nueva York lo habían dejado muerto. Cuando salió del baño, una rana croaba dentro del bolsillo de la campera. Bruno rescató el celular antes de que el labrador creyera que era una rana de verdad. “Bruno, necesitamos las fotos para mañana, podrá ser?”, escuchó al editor de la revista, acelerado como siempre. “Esta gente podría conseguirse una vida”, pensó Bruno. Otra vez se preparó para pasar la noche frente a la pantalla, editando hasta el amanecer, hasta quedar bizco frente a los comandos del PhotoShop.
Unas cuatro horas después, desistió. Ya tenía material suficiente para el número de la revista que debía salir al día siguiente. Si no les gustaba, había fotógrafos para elegir. Y encima, pibes que recién empezaban, dispuestos a trabajar casi gratis, con tal de encontrar una oportunidad. El mundo se estaba convirtiendo en puras imágenes, y cualquiera con una cámara más o menos decente, se llamaba fotógrafo. “Si no lo podés ver y fotografiar, no existe”, le dijo una vez un amigo. “Antes era: sino lo podés decir”, le había contestado Bruno.
Dejó la compu prendida y se fue a dormir. En la pantalla brillaba la foto de un puente, sobre un lago.

“Esta foto del puente está muy linda, pero no va”. Lali soportaba las ganas de prender un pucho dándole vueltas y vueltas a la lapicera entre los dedos, como los prestidigitadores. Si no conseguía dejar de fumar, por lo menos iba a aprender a hacer trucos de magia. El editor miraba las tomas con una lupa mental que lograba registrar cosas que a ella, con más años de experiencia, se le escapaban.
“Pero ésa es la mejor!”
“Seguro? Y esto acá al fondo, qué se supone que es? Un arbolito con brazos?”, y el editor marcaba con un lápiz un punto en el centro de la foto.
Lali no contestó. Creyó que iba a pasar, que iba a zafar, que nadie se daría cuenta del intruso que se le había colado en la imagen y la observaba del otro lado del lago, cámara en mano, sacando la misma foto pero en espejo. Siempre trabajaba despacio, midiendo luz, foco y encuadre con la tranquilidad de un arquero que busca el blanco sin desperdiciar flechas. Un fallo, una distracción, era una foto menos para vender a las revistas especializadas. Y la del puente sobre el lago era una buena toma. O lo era hasta que descubrió, un poco tarde, que había alguien más aparte de los árboles y los pájaros, justo en el centro de la imagen.

La rana del celular croaba y croaba. Bruno se colgó la cámara del hombro y se fijó quién llamaba. Otra vez su editor.
“Hola, te quería avisar que aceptamos todas las tomas, menos la del puente”.
“Ah, ok. Y por qué ésa no?”
“Porque tiene algo que se te coló en la imagen. No sé, mirala bien después. Si la podés retocar, todo bien, buenísimo, entra nomás. Fijate.”
“Ok, después te digo. Hablamos”, contestó Bruno.
A la noche, después de sacar al perro y hacer zapping por los 300 canales, naturalmente sin éxito, Bruno se sentó frente a la compu, dispuesto a analizar qué tenía la foto del puente. Estaba buena, la toma. Le dio al zoom y la agrandó un poco. Ahí estaba, claro, justo en el centro de la imagen. Alguien, cámara en mano, del otro lado del lago, haciendo la misma toma en espejo.

Lali le estaba dando de comer al gato cuando sonó el celular. “Hola Lali? Querés venir a la vernisage de Casasbellas? Tengo dos invitaciones, te prendés?”
Habían pasado unos meses desde la historia fallida de la foto del puente. Lali lamentó no haber podido vender esa foto, que terminó perdida en sus carpetas y en el archivo del disco remoto. Cuando la hizo le pareció la toma perfecta, tal vez hasta la podría presentar en algún concurso. Todavía le duraba la desilusión de comprobar que se le había pasado un detalle que ahora le parecía obvio.
Aceptó la invitación a la exposición de Casasbellas un poco para hacer algo. Después de todo, el laburo del tipo era interesante.
La galería de arte era una vieja casona reciclada, en lo que se conocía desde hacía rato como Palermo Hollywood o Palermo Soho o, como le decía un amigo, el barrio de los restaurantes con velitas.
Lali se paseaba, copa de champán en mano, entre los invitados, y miraba como al pasar, las obras. Lo conocía a Casasbellas de vista. Era un fotógrafo en ascenso, después de ganar el World Press un par de meses antes por una foto de un nido de cóndores en plena cordillera.
Se cruzó con un par de conocidos, y al esquivar una columna para saludar a alguien, la descubrió. Primero de reojo, después de frente, reconociéndola como quien ve despierto un paisaje que soñó la noche anterior. La foto del puente. Y ella, desde la otra orilla del lago, apuntando a la cámara de Casasbellas con su propia cámara.

Bruno se paseaba entre los invitados y agradecía la concurrencia. La exposición era un éxito, ya le habían ofrecido comprar varias de las fotos más valiosas. Pero a él le interesaba una sola. Curiosamente, era la que al público no parecía llamarle la atención.
Y entonces la vio. Morocha, pelo lacio, jeans negros que le calzaban bien y una copa de champán en la mano. Miraba la foto hacía ya un rato. Se paró al lado de ella, y por decir algo, dijo “te gusta?” “Sí, claro” contestó Lali, sin pensar. 
“Sabés, hay una cosa que siempre me intrigó de esta foto”, dijo Bruno.
Lali lo miró a  los ojos. “Quién está disparando la cámara al mismo tiempo” dijo.
“Exactamente” y Bruno Casasbellas le sostuvo la mirada mientras levantaba una copa imaginaria para brindar con ella.

jueves, 31 de octubre de 2013

BAUTISMO COLECTIVO




BAUTISMO COLECTIVO

Por Alejandro Anderlic


Su hijo Tadeo se tomó con fuerza de la manija blanca y, en medio de un bostezo, trepó con dificultad los tres escalones, con la torpeza de quien hace algo por primera vez. Sentía que en su mochila llevaba kilos y kilos de plomo. Manuel quiso ayudarlo y le dio un pequeño empujón por la espalda, mientras seguía maldiciendo a la vida en silencio. Subió atrás de Tadeo con pasos temblorosos y mirando para abajo. Al levantar la vista, se topó con el cartel que decía “Por favor, indique su destino”. Así que pensó en su destino y, medio tartamudeando, pidió al conductor dos boletos hasta la parada anterior a la del colegio. Tuvo que pagarlos Tadeo, porque Manuel no sabía que no se aceptaban billetes. Tampoco tenía idea del precio del pasaje (ni se había interesado por averiguarlo antes). En puntas de pie, Tadeo metió las monedas que guardaba en su cartuchera una por una, despacito, por la ranura. Eran como veinte. Se quedó embobado escuchando el ruido que hacían al girar, mientras el aparato se las iba tragando. El chofer, guiñándole un ojo, le dijo a Tadeo que no olvidara llevarse los dos boletos. Tadeo se quedó mirando a Manuel, que se quedó mirando a la máquina.

Entonces, una señora canosa que estaba en el primer asiento les sonrió amablemente y señaló por dónde sacarlos. Tadeo le agradeció con la cabeza. Manuel la miró con desprecio, mientras hacía un bollo en su mano derecha con los dos pedacitos de papel. Pensó en tirarlos al piso, que estaba bastante sucio, pero terminó guardándoselos en el bolsillo de su sobretodo de alpaca. Tomó a su hijo de la mano y lo llevó por el pasillo hacia el fondo, esquivando a un oficinista que iba leyendo un diario gratuito, de esos que Manuel no conocía. Tadeo miraba para todos lados. A él sí le entusiasmaba la idea de viajar en colectivo.  

Estaba medio nublado pero nadie podía prever la tormenta que se iba a venir. Quedaban tres asientos vacíos en la fila del fondo, los tres del medio. En una de las puntas roncaba con la cabeza para abajo un flaco de aspecto descuidado, con la música a todo volumen retumbando en sus auriculares baratos. Del otro lado, una cuarentona bastante corriente, vestida así nomás, que destilaba olor a lavandina. En voz baja, Manuel le dijo a Tadeo que era mejor viajar parados, porque esos asientos debían ser bastante incómodos. Tadeo no se hizo problema. Desensilló la mochila y cuando estuvo a punto de apoyarla en el piso, su padre la levantó y se la colgó de su propio hombro. Le dijo a Tadeo que era preferible que se arrugara su camisa de voile antes que apoyar la mochila en el piso. Mejor no apoyar nada en el piso de un colectivo, donde la gente escupe y arrastra la suela roñosa de sus zapatos con la que pisaron caca de perro. También le dijo que al bajar se iban a tener que frotar bien las manos con alcohol, porque los caños del transporte público están llenos de microbios. Lleno de gente maleducada, distinta, que va al baño, olvida lavarse y después se sube al colectivo. Por eso Manuel se tomaba del pasamanos sólo con la yema del pulgar y el índice.

Lo que siguió fue un larguísimo silencio. Mientras Tadeo iba leyendo los carteles que veía por la ventana e intentaba adivinar el color de cada auto que los pasaría por la izquierda, Manuel pensaba con nostalgia en la vida anterior. Hasta que alguien tocó el timbre para bajar, una, dos, tres veces, el chofer pegó un grito y Manuel se refregó los ojos.

Unas diez personas se subieron en esa parada, la de la estación de tren. Ellos dos se corrieron un poco más para atrás y quedaron cerca de la puerta. El colectivo empezó a llenarse de gente que viaja en colectivo. El pelo suelto medio engrasado de una mujer que se les paró al lado le hacía cosquillas en la cara a Manuel, pero no eran cosquillas para reírse. Manuel movió su cabeza hacia los costados y para abajo, intentando quitárselos de encima. Cuando se miró la punta de sus zapatos, notó que brillaban demasiado. Entonces pasó uno de sus brazos alrededor del hombro de Tadeo, para protegerlo.

A las pocas cuadras, bajaron dos y subieron ocho más. Manuel los observó bien. Creyó descubrir punguistas, traficantes y pedófilos. Salvo ese viejito, todos los demás eran sospechosos. Tratando de ignorar el olor a humano que se le había impregnado en la nariz, se estiró el puño de la camisa hacia abajo, para ocultar el reloj.  También se prendió el primer botón del saco y se tanteó la billetera y el llavero que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón, para asegurarse que todavía estuvieran ahí. Miró por la ventana por qué altura de la avenida iban y trató de calcular cuánto faltaría para bajarse. Tadeo tampoco estaba  acostumbrado a todo esto, pero parecía disfrutarlo.

El cielo se puso negro y empezaron a caer las primeras gotas. La mujer del fondo se paró y en seguida el viejito de barba blanca y bastón ocupó el asiento. Era el sujeto que a Manuel no le causaba rechazo. Se parecía mucho al duende de la lata de dulce de batata que le gustaba a Manuel, aunque no tenía el gorro con pompón.

Faltando unas veinte cuadras, el tránsito se puso muy denso y ya no cabía un alma más en el colectivo. La pierna de Manuel hacía presión sobre el brazo del anciano y Tadeo se sostenía como podía de la manija donde estaba apoyado el bastón. El aire se había enviciado y los vidrios se empezaron a empañar. Entonces el viejito, acariciándole la cabeza, le pidió a Tadeo si lo ayudaba a abrir un poco la ventanilla. Tadeo miró a su papá buscando aprobación y Manuel asintió. Tadeo le preguntó si podía sentarse upa suyo, así estaba un poco más cómodo. En seguida los tres empezaron a conversar, como si se conocieran desde siempre. De golpe, en una esquina, esa ventana se abrió por completo, sin que nadie la hubiera tocado. Entre los tres intentaron cerrarla, pero se había trabado. Trataron de pararse y correrse, pero tampoco pudieron. El agua entraba a baldazos y en unos segundos Tadeo y el viejito quedaron empapados. Manuel tardó un poco más en quedar hecho sopa. Apenas un poco más.  Lejos de preocuparse por la lluvia, decidieron que era mejor seguir conversando. Y siguieron conversando. Hacía tiempo que a Manuel no se lo veía tan contento. Puede ser que por eso, aquel día, Tadeo llegó al colegio bastante más tarde.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Boin - Solange Carricart

Heraldo era tan feo como su nombre, y para colmo de males era pobre. Vivía con su mama en una casilla de chapa y ladrillos en el corazón de la 1-11-14.
Descubrió su fealdad alrededor de los once, cuando el olor a mujer empezó a producirle escalofrío en la entrepierna. Su debut sexual fue a los catorce con la puta de la otra cuadra, mucho tiempo después que sus amigos; por alguna extraña razón, la gorda nunca tenía tiempo para atenderlo. En los bailes de verano que solían hacerse en las calles, sacaba a bailar vecinas que siempre ponían una excusa para decirle que no. Todos sus amigos habían besado a alguna chica y él ni con Claudia, la bigotuda, había tenido suerte. En su casa no había fotos suyas de  chico, se había prendido fuego la caja donde las guardaba, le decía su madre. Ni limosna podía pedir porque la gente lo miraba con impresión cuando se acercaba.
Medía metro ochenta, era flaco y desgarbado. Sus ojos achinados insinuaban querer huir de esa cara y los labios sobresalían como dos riñones. Se rapaba a los costados de la cabeza y se dejaba el pelo largo arriba, estilo “guachiturro”, su grupo de cabecera. Se había tatuado en el cuello las iniciales inventadas de un  padre inventadamente muerto. La nariz era enorme, plana a los costados y encorvada, que le daba a su cara un aire aerodinámico. A raíz de esto consiguió el apodo de “Boin”, en alusión a la aerdinamia del Boing 737.
Hizo toda la primaria en el colegio que estaba justo saliendo de la villa. La secundaria no pudo, tuvo que salir a trabajar porque el sueldo de doméstica de su mama no alcanzaba para comer. Empezó como ayudante de albañil del vecino del fondo. El papa de Marta.
Marta era petiza, culona, tenía los ojos profundamente negros como su pelo largo y ondulado hasta la cintura. Usaba jeans ajustados que calzaba justo debajo de los anchos rollos que enmarcaban su cadera.  Remeras escotadas, Adidas blancas y delineador negro alrededor de los ojos, definían su personalidad. Escuchaba la Bersuit y Hermética todo el día, odiaba la cumbia. Marta le quitaba el sueño a él y a  todos sus amigos.  Marta se había acostado con todos sus amigos, menos con él. Heraldo la adoraba en silencio, soñaba con ella, se masturbaba por ella y vivía pendiente de ella. Marta le tenía aprecio, estima. Ni a cariño llegaba. Pero habían crecido juntos y era un buen vecino.
Cuando cumplió los dieciséis murió su mama al  caer debajo del tren  que salía de Lugano.  Se había tenido que colgar del estribo, único lugar disponible en ese vagón abarrotado de gente. Heraldo no se pudo recuperar, era lo único que tenía en la vida. Quedó destrozado y es ahí donde empezó con las drogas y volcó.
Primero fue el pegamento y después la pasta base. Pasando de a ratos por el porro y la merca. Lo que hubiera a mano. Eran su alimento, su combustible para empezar el día. Día que a veces duraba una  semana. Cuando volvía por su casa fisurado y sucio, se cruzaba con el “Qué onda Boin. Dónde estabas? Rescatate fiera!” de Marta.
El exceso de drogas y sus constantes desapariciones cansaron al padre de Marta y Heraldo se quedó sin trabajo.  Cuando se terminaba la droga salía a robar o a acomodar coches  y una vez que la compraba  se encerraba en su casa donde pasaba días enteros, solo. Todo esto lo volvió frío, callado,  agresivo, peleador, distante, egoísta y con mirada asesina.
Nadie recuerda bien como empezaron las peleas, creen que es por alguna deuda al dealer. No sería raro, los problemas con el dealer eran moneda corriente en la villa. El tipo ya no aceptaba ni las zapatillas, ni las camperas, por mas Nike o Adidas posta que fueran.  Él quería la moneda.
El asunto es que se armaron dos bandas en la 1-11-14. La de Boin y la del Turco. Boin, en secreto, se la tenía jurada: el también se había cogido a Marta.  El Turco vendía el mejor paco de la zona y varias veces le había fiado. Hasta que un buen día, la deuda se hizo grande y el Turco no le vendió mas. Una madrugada fría de julio, Boin desesperado y con los primeros síntomas de la abstinencia, empezó a tirar cascotes al frente de la casa del Turco, y rompió el  vidrio del comedor. Salieron varios vecinos de la zona y lo corrieron a tiros. Gracias a su delgadez extrema pudo zafar y escapar en la noche cerrada. Cuando Boin le comentó a su banda lo que había ocurrido, planearon vengarse.
Fabricaron  facas, buscaron cuchillos, cinturones, botellas rotas, piedras y vidrios con la empuñadura armada con restos de trapos viejos. Y se encontraron el sábado siguiente a la salida del boliche. Eran las cuatro de la mañana. Estaban todos pasados de falopa y borrachos.  Serían treinta entre las dos bandas. Treinta enajenados con los ojos inyectados en odio y el cuerpo destilando muerte. Se dieron duro. La gente miraba desde las veredas el infierno que ocurría en el medio de la calle. Nadie se metía. Había sangre por todos lados. Se oían gritos, puteadas,  ruidos de huesos rotos, patadas y alguno que otro llanto. Y de repente un tiro. Del único arma que había: la treinta y dos del Turco.
Se encontraron  en medio de la gresca, casi de casualidad. Boin acababa de partirle la cara con un vidrio a alguien; cuando se dio vuelta  sintió un ardor profundo que le quemaba el lado izquierdo, justo a la altura del corazón. Murió en el acto.

Cuando la policía allanó su casilla encontró: la colección completa de Spinetta, una biblioteca improvisada con cajones de manzana cubierta de libros de Gelman,  Neruda, Borges y Benedetti, cuatro cuadernos Gloria con poemas de amor y un grafitti en la pared de su cuarto que decía “Me duele una mujer en el todo el cuerpo”.

Solange

Septiembre 2013

viernes, 23 de agosto de 2013

Lucecita roja


LUCECITA ROJA
por Marina de la Serna

Enrique volvió  a su casa pasadas las 12 de la noche. En el contestador titilaba la lucecita roja, había cuatro mensajes esperándolo. Como siempre, tres eran de María Teresa. Últimamente lo llamaba a cada rato. Pero Enrique  llegaba demasiado cansado, reventado decía él, se tiraba en el sofá, y sólo quería tomarse una birra mientras hacía zapping por los canales de deportes. No le quedaba resto para ocuparse de los planteos y los reclamos de María Teresa. Que no era mala mina, y dentro de todo, todavía estaba buena, pero era medio hincha pelotas, como todas las mujeres (o al menos, todas las que Enrique había conocido).

A veces, para calmarla, o lograr que no lo jodiera tanto, le decía que la iba a pasar a buscar para ir al cine, o a comer a algún lugar que a ella le gustara. El problema era que después se olvidaba, y justo a esa hora tenía que trabajar o los muchachos del SAME lo anotaban en el equipo para jugar en la canchita, y no los iba a dejar en banda justo cuando lograban juntar a todos para poder ganarles por una vez a los polis de la comisaría de la vuelta. Claro, después venían los reclamos, en forma de cincuenta mensajes en el contestador. Bueno, no eran cincuenta, pero a Enrique le parecía que sí, al escucharlos todos juntos después de un día agotador. “Hola, Enrique. Son las 8 y 20”, “Enrique, son las 9 y 20”, “Quedaste en venir a las 9”, etc.

El otro mensaje que lo estaba esperando era uno de Gustavo por la venta de los lotes. En algún momento lo llamaría. No ahora, cuando sólo quería pegarse una ducha y ver el resumen de los goles de Boca.

El día siguiente era sábado. Coco lo llamó temprano, habían reservado la cancha abajo de la autopista para el mediodía. Después del partido, se bañó, se cambió y se fue a trabajar. Volvió a la noche, un poco tarde. En el contestador parpadeaba la lucecita, pero no escuchó los mensajes enseguida. No estaba con ganas de escuchar la letanía de María Teresa. Cuando por fin activó el grabador, se acordó que le había dicho que la iba a llamar al mediodía. Pucha, y también estaba el tema pendiente de la complicación en la venta de los lotes. Tenía que hablar con Gustavo, a ver qué le había dicho Moreiro por el asunto de la sucesión.

A la mañana siguiente decidió pasar por lo de María Teresa. Se había dado cuenta que casi se había quedado sin toallas, las pocas que tenía parecían trapos de piso, así que le fue a preguntar si ella tendría un par para darle, nada del otro mundo, a quién no le sobra un toallón y una toalla.

Pero se enfrentó con una bestia enfurecida. La dejó hablar, llorar, hasta gritar un poco. No entendió por qué se hacía tanto problema, pero igual le prometió todo lo que ella quiso: que entre ellos estaba todo bien, que seguirían juntos, y que de la guita no se preocupara, que él se encargaría de pagar lo que hubiera que pagar. Igual, ella no quedó muy conforme, como se dio cuenta Enrique esa noche, cuando vio que la cinta del contestador se había acabado a la mitad de un largo discurso de María Teresa. Dio vuelta la cinta, y al rato sonó el teléfono. No tuvo ganas de atender. “Menos mal”, pensó, al escuchar –otra vez- la voz indignada de María Teresa reclamándole que nunca había tenido de parte de él ni una sola palabra de amor.

Al otro día se levantó pasado el mediodía. Iba a ser una tarde y una noche largas, con la ambulancia yirando por media ciudad. Llegó después de las doce y el contestador estaba ahí, como siempre, con la lucecita parpadeando. “No, me voy a dormir. Los escucho mañana”. Se metió en el baño. Justo en ese momento, empezó a sonar el teléfono. Cuando volvió al living para prenderse un pucho, la voz de María Teresa, entre cansada e indignada, le hablaba al paciente contestador. Enrique se sentó, jugó con el encendedor, se sacó los zapatos, miró el teléfono unos segundos y levantó el tubo.


jueves, 22 de agosto de 2013

NI UNA SOLA PALABRA



NI UNA SOLA PALABRA

Por Alejandro Anderlic


A propósito del tristísimo testimonio rescatado del contestador
que vendieron en el Mercado de Pulgas,
el cual dio vida al aclamado cortometraje de Javier
“El Niño” Rodriguez, “Ni una sola palabra de Amor”.

Lo que sigue es 100% ficción y nada tiene que ver
con la verdadera historia de los protagonistas.

- Hola, ¿farmacia? Ah, perdón, me confundí, disculpame… Hola, ¿farmacia? Sí, ¿está Gustavo..? Ah, gracias. Sí, lo espero. Gracias, sí. Sí, muy amable. ¿Qué hacés, querido? Bien, todo bien. ¿Estás con gente? No, pará, es un minuto nomás. ¿Conseguiste la receta? ¿Ahora? No sé, ¿te parece..? Bueno, dale. Te debo una enorme, hermano. ¿Le podrás decir vos a Coco? Sí, para que hoy mismo se la lleve, si puede. No, ningún problema. Las visitas terminan a las ocho, pero como es familiar puede ir más tarde. ¿Te acordás de la dirección? No, como esa vez fuimos juntos… Bueno. ¿Tenés para anotar? Dale: Alsina 640. Sí, ahí nomás, entre Formosa y Corrientes. Se llama “Los Paraísos”. Decile que la vea a Norma. Es enfermera. Sí, una bajita, simpática, la que nos recibió cuando la internamos a Teresa, ¿te acordás?  Yo después la llamo y le aviso. Sí, no te preocupes. Sí, obvio, Norma es de confianza. Ella se la va a aplicar. Tere no se va a dar ni cuenta. Gus, ¿no nos pasaremos de rosca, no? No, nada, tengo miedo que le haga mal. Lo único que quiero es tener un poco de paz. Que la tengan dopada, sí, hasta ahí. Y que me deje en paz. ¿Qué sé yo cómo está? Hace un mes que no la veo. ¡Me llama a casa todo el tiempo, Gus! Un bajón. Llego a las doce y pico de la noche, partido al medio. Quince horas arriba de la ambulancia, hermano. Abro la puerta y tengo tres, cuatro, cinco mensajes de Tere en el contestador. Nunca menos de tres. No entiendo de dónde me llama. No… me dijeron que el de ahí no lo puede usar. Sí, ya la revisaron, y no le encontraron nada. Qué se yo, ni idea. Bueno, sí, dale.  Dale, mientras no se dé cuenta... Me mataría que sufra. No, no. Para nada. Yo la quiero, loco. Bueno, querido, te dejo. Todo bien. ¿Qué hacés el domingo? Sí, tengo franco. ¿Saco platea? Dale, ¿lo llevamos a Coquito? Dale, hablamos. Un beso grande, querido. Cuidate. Gracias. Sí, ya sé. No, yo me hago cargo. No, ni una sola palabra. Chau, cuidate.

- Hola, ¿Residencia Los Paraísos? ¿Podría hablar con Norma, por favor? Bueno, la llamo en un rato… No, gracias, no hace falta, yo la vuelvo a llamar. ¿En cuánto calcula...? Bueno, gracias, la llamo a esa hora. Muy amable. No, por favor, no le diga ni una sola palabra. Hasta luego, gracias.

- Sí, soy yo, ¿quién habla? Ah, qué dice, Moreiro. No… estoy acá, en la ambulancia, pero puedo hablar. Diga. Sí, ya sé. Yo avisé en el hospital que si me llamaba, le pasaran este número.  Sí, todo el día en la calle. Qué va a hacer, es lo que hay… Lo escucho muy mal, Moreiro. Se va la señal. Ahora mucho mejor. Sí, ya hablé con Fraga. Dice que tiene todo listo con los abogados en el juzgado, que pronto sale la sentencia. Sí, seguro, yo no entiendo nada, pero me dijeron que ya casi está. Sí, insania, eso es lo que le entendí. No, me dijo que hasta ese momento no vamos a poder hacer nada. Como mucho, un mes más, me dijo. ¡Pero cálmese, Moreiro..! Sí, Moreiro. Por eso le digo… Sí, me lo aseguró Fraga. No, ella ni se imagina todo lo que dejó el viejo. Cree que son sólo unos terrenos. Pero, ¿Teresa  lo llamó a usted…? No, ¿¡para qué la llamó, Moreiro?! Sí… Es que no estoy nunca en ese teléfono. Pero usted no la llame, por favor. ¿De dónde sacó el número? Sí… es el de ella. Pero pensé que no la dejaban usarlo, que no lo tenía encima… Hágame el favor, nunca más la vuelva a llamar. ¡Es mi problema! A ella, déjela en paz. A ella ni una sola palabra, Moreiro... Sí… me encuentra siempre en este número. En cuanto salga lo del juzgado, arreglo todo y tiene lo suyo. Dele, perfecto. Que siga bien.  Sí, gracias, yo le digo.

- Sí, quién habla? No, equivocado. No se preocupe, buenas tardes...

- Móvil 57, reportando. Afirmativo. Sí, señorita. Sí, estoy con médico. Afirmativo. ¿Alguna otra especificación? Sí, tenemos. Negativo. Calculo unos 15 minutos, con suerte. El Centro es un desastre. ¡Calmate, voy a hacer todo lo posible, flaca! ¿¿No escuchaste que el Centro es un infierno hoy??  ¿Querés venir vos a manejar este sorete? ¡Dale, vas a ver! Bueno… Tenés razón. No, disculpame… Ya estamos en camino. No, disculpame vos. Tengo un mal día. ¿Arreglaron traslado? ¿Destino? Copiado, gracias. No, ni una sola palabra. Listo, quedamoasí. Después arreglamos. Afirmativo. Copiado. Disculpame vos... Copiado.

- Hola, ¿estaría Norma? Muchas gracias. Sí, la espero, no hay problema. Hola, ¿Norma? Enrique. ¿Cómo le va? Sí, todo arreglado. Va a ir mi sobrino. Se llama Coco. Sí, a la nochecita. Son tres centímetros cúbicos por día. Quédese tranquila, me dijo mi hermano que es imposible. Parece que se diluye en seguida y que hasta ahora nunca pudieron detectarla en sangre. ¿Cómo está ella? Sí, ya voy a ir… Es que no tengo tiempo. Sí, ya sé. Yo también pienso en ella. Sabe que me sigue llamando…. Todos los días. Ustedes la tienen vigilada, ¿no? Pero no puede ser, Norma. ¿De dónde llama? Me deja mensajes en casa todos los días. No sé… No sé. ¿Cuándo le dijo eso? Ah, sí, el martes es mi cumpleaños. No, dígale que no necesito nada. No, Norma, no necesito nada, ¡no quiero festejos! Bueno, si le insiste… no sé, dígale que… un toallón y una toalla. A ella siempre le gustaron esas cosas… Después paso a pagarle, Norma. Gracias por todo. Y, por favor, ni una sola palabra. A nadie. Chau, Norma. Que siga bien.


- Hola. Hola, sí, soy yo, sí. Estaba durmiendo, pero… No, no, es que nuevamente volví a trabajar hasta las doce. Escuché tu mensaje con hoy. Eh. ¿El qué? Sí, sí, te escucho, sí. Ahá, sí. Sí. Sí, sí, sí, sí. Sí, sí, sí. Sí. Sí.  Sí, sí. (Tos). (Tos). Sí… No, para nada. Para nada… Absolutamente, para nada… No, no, no. Para nada… No. Absolutamente… ¡Este aparato anda como el culo, se está grabando todo! Ah, Tere. Escuchame, Tere. Sí… ¿Estuviste con Norma hoy? Hace un rato. Ah… No, para nada. Para nada. Sí… pronto voy a ir a visitarte. No, ni una sola palabra. Sí, Tere. Yo también te quiero.

lunes, 19 de agosto de 2013

Hoy no


HOY NO
por Marina de la Serna

Hoy no tiene ganas. La llave está ahí, en el cajón del secreter, al medio y abajo. Conoce la contraseña, la cambiaron hace poco, se la dijeron en el último viaje, cuando se fue a navegar en unos barcos enormes, que tenían tres palos y dos puentes, con unos tipos que cruzaban el océano con patente de corso. Pero esta noche no la usará.
Hay días en que saca la llave, la guarda en el bolsillo de la campera gastada, cruza la puerta y sale a la aventura, con ganas de correr, de huir de su prisión y entregarse a lo que encuentre más allá. Este territorio tiene sus reglas, y él lo sabe muy bien. Hay que hacer pocas preguntas, o ninguna, de lo contrario las puertas podrían cerrarse, la llave perderse y él se encontraría afuera, en la oscuridad y el frío, condenado a no volver a encontrar el camino.
Ya no recuerda cuándo fue la primera vez que atravesó la puerta, ni todos los lugares que conoció, la gente con la que se cruzó ni todas las aventuras que le pasaron. Se internó por ciudades desconocidas, atravesó selvas y montañas, cabalgó por llanuras interminables y se asomó a la guarida del dragón. Una vez llegó hasta  la costa de un mar encrespado y no encontró el valor para navegarlo, pasar la rompiente y averiguar qué había después.
Hoy no tiene las fuerzas, el entusiasmo, las ganas. Piensa en usar la llave, pero los caminos que lo esperan le parecen trillados. Sabe que mañana los verá con otros ojos, que volverá a encontrar en cada recodo un secreto que nadie ha descubierto. Pero eso no será hoy. Esta noche no habrá luna y parecerá eterna. Se siente como en una especie de autoexilio, ya le pasó otras veces, por eso sabe que no durará siempre esta sensación de abulia, de camino cerrado, de inercia chata. Piensa en el esfuerzo que le demandaría encontrar la energía para  ponerse en marcha, y siente que no vale la pena. Hoy al menos, no vale la pena.
Otra vez mira el cajón donde está la llave. Debería intentarlo. Hoy no. La puerta seguirá allí y no olvidará el camino, porque eso es imposible. Quien cruza el umbral por primera vez y se aventura en el reino, lo sabe. No hay vuelta atrás.
Volverá mañana o dentro de unos días, con nuevos deseos de seguir explorando el reino, que para cada uno de los viajeros es diferente. Sabe que aquel mar encrespado lo está esperando y que un día deberá internarse en él. Pasar la rompiente será su desafío, llegar a esas islas que no aparecen en los mapas y encontrar una que tiene su nombre grabado en la roca.
Pero ese día no será hoy.

viernes, 19 de julio de 2013

EL CERDO DEL BAR




EL CERDO DEL BAR

Por Alejandro Anderlic

El jueves que viene lo volverán a escribir en algún rincón del baño. Seguramente será con rouge y en el espejo. Estrenarán un lápiz labial rojo. Lo abrirán despacio, lo apretarán fuerte, con mezcla de odio y asco, contra la superficie fría, que les devolverá su figura vengativa. Y dibujarán con letra bien redonda, infantil, algo temblorosa, la misma leyenda que las otras veces: “Fue el Cerdo del Bar”.  Aún no sé si podrán limpiarlo antes de que alguien se dé cuenta y empiecen a hacer preguntas.

Yo nunca conté nada a nadie sobre las pintadas que vengo borrando todos los jueves, cada semana, desde aquel día.  Pondría las manos en el fuego por el Rulo. Él sería incapaz de matar a una mosca y sé que no anduvo por ahí ese jueves a la noche, la noche que todo el pueblo quisiera olvidar. Estuvo todo el tiempo en el bar, atendiendo en el mostrador conmigo y de acá nos fuimos juntos para mi casa, cuando ya estaba amaneciendo.

El último jueves, me tocó a mí cerrar el boliche. El Rulo se había tenido que ir más temprano a su casa, porque era el cumpleaños de su hija y quería invitarla a comer afuera. Necesitaba levantarle el ánimo, después de todo lo que les había pasado.  Ese día intuí que descubriría al cobarde que nos ensuciaba las paredes. No me moví del salón ni un momento. Recuerdo haber vigilado la puerta de ese baño todo el tiempo y llegué a contar a todos los que entraron. En total, veintidós sospechosos. Me aseguré de observarlos bien y memorizar el aspecto de cada uno. A algunos los conocía de toda la vida pero también había varios forasteros.  Entraron hombres, mujeres, chicos y chicas. De todo. Ni bien alguno salía de ahí, yo entraba a examinar con obsesión cada rincón, paredes, el   techo, el piso, mingitorios, tabiques, el lavatorio. Y nada.  Sólo un minuto, cuando ya no quedaba nadie, me distraje para atender el teléfono. Era el Rulo, que llamaba para ver cómo andaban las cosas.  Antes de cerrar, acomodé las sillas, empecé a apagar las luces y me asomé de nuevo al baño.

Tiene que haber sido mientras hablaba por teléfono. Esta vez lo habían pintado con aerosol negro y la frase se reflejaba, siniestra, en el espejo, de pared a pared. “Fue el Cerdo del Bar”, decía en letra de imprenta enorme, derechita y algo temblorosa. Salí corriendo a buscar un trapo rejilla, lo impregné en lavandina y volví. Dejé todo el pasillo chorreado y con una baranda asquerosa a lavandina.  Empecé a refregar los azulejos blancos en forma circular, intentando deshacerme de todas esas injurias, que se fueron desvaneciendo de a poco.  En unos minutos,  sólo quedaba un esfumado recuerdo y, al día siguiente, logré hacerlo desaparecer por completo.

Hoy, como todos los jueves, tendríamos de nuevo la pared pintada. Estamos atendiendo el bar el Rulo y yo. Ya son las nueve de la noche y todavía el desgraciado –o desgraciada- no aparece. Quizás está acá, en alguna mesa, esperando a que me distraiga de nuevo para consumar su ritual blasfemo. Miro a todos. Parecen estar ocupados en sus mundos: algunos comiendo en silencio, aquéllos conversando en grupo, uno leyendo un libro amarillento y tomando cerveza. Todos podrían ser. Incluso alguien que por ahora no ha llegado. De repente, entra una pareja mayor. Se sientan en la barra, se toman de la mano y me piden dos cortados con un plato de palitos salados. Una mujer bastante llamativa que está sentada junto a la ventana se levanta y va al baño. No es de acá. Creo que la había visto antes, hace mucho tiempo. En una mesa, a un nenito se le cae un vaso de agua al piso y se hace añicos. El chico se pone a llorar. El Rulo va con una escoba y una pala y, después de levantar los pedazos, le acaricia la cabeza al nene y le dice que no se preocupe. La loba sale del baño. Mientras preparo los dos cafés, trato de llenar el plato de palitos con una mano y le levanto con la otra la tapa del mostrador al Rulo para que pase, mientras sigo a la mujer con la mirada. Noto que deja veinte pesos sobre la mesa y camina hacia la puerta. Pasa por delante de nosotros, dejando al salir una estela de perfume agridulce que nos hipnotiza por unos segundos.

El Rulo sacude la cabeza, enfila para el baño y entra. Suena el teléfono. Es su hija. Le golpeo la puerta para avisarle y él tarda bastante en contestarme. Me dice que le pase el celular por la puerta entreabierta y si le puedo alcanzar el frasquito de alcohol en gel que está sobre el mostrador. Cuando vuelvo con el alcohol y abro la puerta, escucho que están discutiendo. Él le dice a su hija que se calme, que lo hablarían más tarde. Cierra de golpe y casi me saca una mano. Lo noto nervioso cuando sale. Se acomoda al costado de la caja y se queda en silencio, mirando embobado la pelea de fondo en la tele que está colgada en la pared. Espero un poco y le pido que se haga cargo del salón un momento. El Rulo ni me contesta.

Entonces entro al baño, prendo la luz y trabo la puerta con el pasador. Todo está en silencio de este lado. Sólo oigo una seguidilla de gotas intermitentes que escapan de la canilla y rebotan en el lavatorio. El baño es un chiquero, lo normal para esta hora del día. Empiezo a buscar, pero no encuentro nada. El espejo está todo sucio. Sigo buscando. Alguien pegó mocos en un azulejo sobre el mingitorio de la derecha. Maldigo al roñoso y sigo. También se olvidaron de apretar el botón y taparon el inodoro con papel higiénico, como siempre. Pienso que el cobarde no debe haber venido todavía. Tiene tiempo; al jueves aún le quedan dos horas. Alguien golpea a la puerta. Le grito que está ocupado y no insiste.

Justo enfrente de mí está ahora el dispensador de condones. Me detengo a observarlo. Noto un manchón negro en uno de sus lados, como de tinta borroneada. Del otro lado leo “Damián y Jessica” dentro de un corazón. Ahora miro el tacho de basura junto al lavatorio y veo, tirado, el frasco de alcohol que me había pedido el Rulo. Está vacío. Sobre la tapa del tacho hay un bollo de papel higiénico, teñido de negro.

Salgo del baño con el frasco en la mano, me acerco al Rulo y lo apoyo sobre una mesa vacía. El Rulo se da cuenta, pero mira para otro lado y se acerca a cobrarle el café a los tortolitos de la barra.  Sí, el jueves que viene lo volverán a escribir en algún rincón del baño. El Rulo no lo va a poder limpiar y yo no voy a estar para borrarlo. Presiento que alguien se dará cuenta y empezará a hacer preguntas.