viernes, 28 de septiembre de 2012

DOMINGO DE PASCUA


DOMINGO DE PASCUA

Por Alejandro Anderlic

El día que cumplía 15 años, se incendió la casa de Lupe. Fue de madrugada.  Nunca se supo qué lo originó. Algunos vecinos creen que puede haber sido intencional. Por suerte, la familia no estaba. Era Semana Santa y volverían justo el domingo, para hacer los dos festejos. Aunque Lupe sólo quería celebrar la Pascua. Prefería pasar por alto su cumpleaños, si no podía compartirlo con Mirko, su amigo especial.
Finalmente ese día no hubo ningún festejo.  Los bomberos se fueron cerca del mediodía y dijeron que muy poco pudo salvarse.  Desde afuera, se veía la puerta de entrada tirada a un costado, partida en dos, del lado de adentro. El piso era un charco irreconocible de barro y hollín. Era imposible imaginarse que, un día antes, casi todo estaba inmaculado. La mamá de Lupe es fanática de los colores claros y eran claros los pisos, las paredes, los sillones y las doce sillas del comedor. Siempre había un enorme ramo de flores claras sobre el dressoire de la entrada. Resultó que desde ese domingo, nada más pudo ser claro.
La mamá de Lupe se quedó petrificada adentro del auto, con la mirada fija en la vereda de enfrente.  El papá sólo se animó a llegar hasta el umbral.  Lupe esperó un poco adentro del auto. Antes de bajar, leyó el mensaje que acababa de recibir en su teléfono: “Feliz cumpleaños, mi amor. Algún día te vas a animar.  Y Felices Pascuas para vos y tu familia”. 
 A la familia de Lupe nunca le gustó la compañía de Mirko.  Les molestaba la diferencia de edad y, sobre todo, su carácter tan particular. Seguramente por eso, una semana antes, Lupe había tomado la costosa decisión de pedirle que no volvieran a verse. 
Entonces Lupe borró el mensaje de texto de Mirko y se bajó del auto. Se acercó a su papá, que seguía ahí parado, temblando, sin animarse a entrar. Lo tomó del brazo, le sonrió y le dio coraje para que pudieran hacerlo juntos. 
Fue como caminar por un laberinto fantasmagórico de tizne. Los pies se les hundían en las cenizas. Todo estaba irreconocible; todo estaba teñido de negro. Esqueletos de muebles reposando inermes y desfigurados, resaltados por la luz que entraba, en exceso, por los ventanales del living. 
De atrás se escucharon unos pasos lentos, retumbando en el eco de los rincones vacíos. Lupe y su papá se dieron vuelta. Alcanzaron a ver a la mamá de Lupe, que se acercó a ellos y se les unió en un abrazo mudo, que duró varios minutos.
Lupe los interrumpió, suplicándoles que fueran a ver la parte que los bomberos dijeron que se había salvado del fuego. Tenía la esperanza de que su cuarto, el vestido de la fiesta y sus recuerdos hubieran podido sobrevivir.
Los recuerdos en los que Lupe pensaba estaban guardados en su ropero. Adentro de una caja. La caja atesoraba montones de pedacitos de su historia que fueron puestos ahí por sus padres y que los tres pactaron que serían abiertos y compartidos el día que ella cumpliera 15 años: El cartoncito del test de embarazo que después de tantos años había dado positivo. El mechón de rulos con el que nació, guardado en un sobre de papel manteca. Una estampita de su bautismo.  La vela de su primer cumpleaños. La carta que le escribieron sus abuelos antes de que partiera a su primer campamento. El primer diente que se le cayó. Un pedacito del yeso que le habían puesto cuando se quebró el brazo. Una foto de su primer baño de mar, una de su primera vuelta en bici sin rueditas y otra de su primer día de clases. El primer boletín.  Y una estampita de Jesús resucitado, que le regalaron las monjas de la clínica cuando se recuperó de su delicada operación.
Entonces avanzaron lentamente.  De la cocina y el dormitorio de los padres de Lupe no había quedado nada. Tampoco lograron reconocer el estar y la sala de televisión.  Al fondo de todo estaba el cuarto de Lupe. Parecía ser la única parte de la casa que había soportado el desastre.
En efecto, la habitación de Lupe se veía intacta.  La cama de hierro blanco con el acolchado de flores prolijamente tendido. El escritorio y los posters en las paredes. La guitarra acústica. La biblioteca, la araña provenzal y la mesa de luz.
Y el ropero, cerrado con llave.
Lupe de despegó de sus padres y salió corriendo hacia el ropero. Lo abrió muy despacio. El vestido de su fiesta de 15 seguía impecable, colgado dentro de su funda transparente. Abrió los cajones, uno por uno. Todo estaba como lo había dejado antes de partir de viaje.
Entonces estiró sus manos para llegar al fondo del estante de más arriba, donde estaba guardada la caja. La apoyó sobre la cama y desató de un tirón la faja que la envolvía. Sus padres se acercaron para ver mejor. Ni bien la abrió, comenzó a salir desde adentro un fuerte olor a quemado y un humo espeso, que se empezó a desparramar por la habitación y a teñir las paredes.  En la caja había dos brasas al rojo vivo.  Lupe empezó a hurgar, desesperada, quemándose la punta de los dedos, con la esperanza de poder rescatar algo.  La mayoría de los recuerdos estaban carbonizados.
Sólo dos habían quedado intactos: la estampita de Jesús y una foto carné de Mirko.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA OCA

LA OCA


Por Alejandro Anderlic


Soy apenas un tatuador deambulando por un tablero. Las fichas se siguen moviendo. Cada una guarda su lugar, ahí donde le toca estar. Agachado, siguiendo la espiral, voy recorriendo el sendero angosto, empezando a darme cuenta de que quizás nunca llegue al jardín. Paso por encima de aquéllos. Algunos se desmoronan. Otros se levantan y se arrastran. Hay una que pasa corriendo.

Las paredes están húmedas, se hacen cada vez más estrechas y, de vez en cuando, entra un hilo de luz. Me siento bastante cansado. En realidad, prefiero no preocuparme por eso. Si a esta altura me obligaran a seguir cumpliendo las reglas, preferiría no jugar más. Las reglas son confusas. O quizás las reglas parezcan confusas y no lo sean. A lo mejor, los que estamos confundidos somos nosotros, que no sabemos interpretarlas. Quizás a cada uno se nos representen como algo distinto. Y por eso, como mutantes patéticos, vamos tambaleando por el laberinto que nos atrapa y nos transporta hasta la próxima casilla, donde otra consigna pretende jugarse nuestra fortuna a las carcajadas.

Me gustaría poder cambiarme la remera empapada. De a ratos, camino sobre mis manos y me las raspo con las piedras. Por primera vez, temo que me borre el tatuaje. Hace mucho que lo tengo. Desde el día que mi abuela me recordó que ya era un hombrecito y que los hombrecitos tenían que ser fuertes. Para entonces, me había dado cuenta de que íbamos empezar a valernos por nosotros mismos y que nuestro viejo no iba a estar más ahí para tirarnos los dados. Sólo tenía trece años. Por más que había resuelto que no era momento de que yo los tirara, tuve que tirarlos y me obligaron a cruzar el puente. Fue la primera vez que crucé un puente en mi vida.

Pegué un portazo en casa y me fui a refugiar al subsuelo de la galería Bond Street. Fui al negocio de Fernando, mi compañero de colegio que me enseñó todo lo que hoy sé de este trabajo, y le pedí dos cosas: asilo por un tiempo y que me mostrara su catálogo de dibujos. Elegí una oca. En ese momento, pensé que lo mejor sería tatuarme una oca. Una que me ocupara toda la palma izquierda. Para que cada vez que fuera a usar mi mano para algo, pudiera verla ahí, con la esperanza de que me acompañara hasta el jardín. Es raro, pero la oca fue el único tatuaje que me animé a llevar. Fueron tantas las historias compartidas en los tatuajes que me iban pidiendo mis clientes, que muchas veces estuve tentado por hacerme otros. Pero al final, siempre me daba cuenta de que a mí me alcanzaba con mi oca.

Con los años, fui capaz de encontrarme otra vez con mi madre y mi hermana. Las volví a ver en algún lugar del camino, pero nunca más nos volvimos a mirar como antes, al menos con mi mamá. Tan pronto como pudo, me refregó por la cara mi vocación de tatuador. Nunca entendí por qué había que recibirse de algo para ser feliz. Si mi hermana está recibida de algo, no sé de qué, pero igual es una infeliz… Y dudo mucho de que mi mamá esté orgullosa de ella.

Maldecirlas me costó caer en el pozo unas cuantas veces. Perdí mis mejores años esperando que alguien viniera a salvarme. Es curioso, pero estando ahí adentro, en realidad debe haber sido más lo que gané que lo que perdí. Gané en sabiduría casi tanto como en soberbia. Creo que también me purifiqué un poco. Hasta que un día mi hermana también se cayó en el pozo y, gracias a eso, yo pude salir. Ella se quedó ahí esperando que alguien más se cayera. Yo nunca más la vi. En el fondo, espero que la hayan rescatado.

Dos veces me tocó la cárcel. La primera, cuando tuve que cruzar el segundo puente. Alguien dijo que quise sacarle algo que en realidad siempre había sido mío. Fue una situación tremendamente confusa e injusta. La segunda vez, pasó bastante tiempo después y nunca me dijeron por qué fue. Sólo recuerdo que me insultaban y decían que yo les parecía raro. En la cárcel, pasaba el día en mi celda de hielo mirándome la palma de la mano tatuada, tratando de encontrar la respuesta. Sólo llegué a concluir que se estaban cumpliendo las reglas del juego. Que alguien pensaría que lo tenía merecido. Yo estaba convencido de que ese no era un buen motivo. Pero a quién le importa eso.

Una vez alcancé a morirme. Espero que a alguien le haya importado. Aunque en el camino no se escuchaban llantos. Sólo peregrinos que cada tanto pasaban en silencio, viajando hacia atrás o hacia adelante. Creo que es bueno morirse alguna vez antes de llegar al jardín. Hasta debe ser bueno morirse varias veces si el premio es llegar un día al jardín. Cada vez que morimos, tomamos envión para arrancar de nuevo. Estoy seguro: ningún castigo puede ser castigo para siempre.  Quizás en algún momento, pienso, también vuelva a encontrarme con ellos y nos sintamos orgullosos los unos de los otros.

Hoy podría ser un gran día. Me estoy acercando de nuevo al final del recorrido y quizás esta vez pueda pasar por la puerta sin retroceder, nunca más. Sólo necesito un dos. Ya otras veces estuve por aquí y la suerte o quién sabe qué cosa me expulsó hacia atrás. Seguramente no estaba listo o no me había llegado la hora. Con mis manos y mis rodillas todas ensangrentadas, ya no tengo ganas de ver qué me irá a tocar. Pero alcanzo a ver el dibujo de mi oca y es eso lo que me sostiene. Llega el momento y cierro los ojos. Agito los dados y sobre la mesa, cuadro por cuadro, va cayendo primero un uno y atrás otro uno.

A medida que me acerco, se abre una puerta y una luz blanca me enceguece. Entonces corro a abrazar a mi madre. Mi padre me espera unos metros más atrás.

martes, 18 de septiembre de 2012

El silencio


EL SILENCIO      Marina de la Serna

Todo empezó cuando llegué al garage a buscar el auto. Ahí comencé a sospechar que algo desentonaba, que la rutina de siempre no era la rutina de siempre. Es ese momento en que aún la conciencia no sabe, sólo la intuición nota los cambios que no tienen causa aparente. O todo el mundo se había quedado dormido (alta improbabilidad), o de repente la gente había decidido en masa no manejar e ir a trabajar en bondi o tren (altísima improbabilidad); el caso es que todos los autos estaban en sus respectivas cocheras. Supongo que esto debió inquietarme, pero la mente no está acostumbrada a lo inesperado, a lo que sale de toda lógica, y somos capaces de estar convencidos de que los dragones son sólo seres fantásticos aunque tengamos a uno incendiando una casa a dos metros de nuestras narices. Creo que apenas le presté atención.
Salí para el centro. Otra vez, las calles desiertas debieron alertarme, no sé bien de qué, pero al menos de que la rutina ya no era rutina y el mundo (o mi mundo), había cambiado. Cuando enfilé para la autopista, lo familiar me asaltó como un mal presagio. No, no es eso lo que pasó. La familiaridad se tornó ominosa, el día radiante y luminoso era como una burla, la traición de lo previsible cuando en un segundo deja de serlo.
La Lugones estaba desierta. Pero no como los domingos, cuando decimos “desierta”, pero en realidad nos cruzamos con una decena de autos. Esta vez “desierta” era eso: desierta. Mi auto era el único hasta donde llegaba la vista. Asombrada, con mil preguntas taladrándome el cerebro, desemboqué en la Illia. Esperaba que al llegar a la 9 de Julio todo volviera a la normalidad (o a algo que se le pareciera un poco). Otros autos, gente cruzando, alguien paseando un perro..un atisbo de rutina. Pero nada. La ciudad me recibió en silencio…un silencio raro, distinto de aquél que se escucha en el campo, el desierto o cualquier sitio donde no haya gente. El silbido del viento entre los edificios. Nada más. Era lo único que se escuchaba.
Doblé por Santa Fe y llegué hasta la Plaza San Martín. Ahí por fin me decidí a detenerme. Estacioné  entre un Peugeot y un Audi y me bajé. Soplaba una brisa, no hacía frío. Entonces lo escuché o más bien, lo sentí. Un silencio poderoso, irreal, la amenaza de un lugar abandonado, luego de la desaparición de quienes lo recorrían a diario.
Empecé a caminar. Crucé Santa Fe, me paré en los negocios, estaban abiertos, las luces encendidas. Pero donde mirara, no había un alma. Llegué  a las Galerías Pacífico. Las escaleras mecánicas funcionaban, por los altoparlantes sonaba la música ambiental, sólo para mí. Todos los negocios estaban abiertos, esperando a una clientela inexistente. En el patio de comidas, las mesas también desiertas. Mis pasos retumbaban en el piso, como si caminara por una catedral. El silencio comenzaba a ser amenazante, como una presencia, como si los habitantes de la ciudad hubieran dejado detrás sus recuerdos, una impronta de sus vidas atrapada en los edificios y las calles.
Volví a Florida. Papeles sueltos pasaban agitados por el viento. Caminé por Santa Fe, por la calzada donde no se veía un solo colectivo, ni un taxi, ni una moto. Sentí curiosidad y a la vez aprehensión de ir a la oficina. Si las calles parecían ocultar una amenaza, el edificio de vidrio podría resultar aún más tenebroso. Quién sabe qué presencias o fantasmas estarían esperándome.
La bandera flameaba en el mástil, pero en la puerta no se veía ni un policía.  Quién la habría izado. Aparté la pregunta, incómoda. Mejor no cuestionar demasiado a esta Buenos Aires abandonada de golpe, como un gigantesco Mary Celeste a la deriva.
En la entrada, los molinetes me frenaron. Acerqué la tarjeta magnética y pasé, como todos los días. Casi por inercia, me dirigí a mi oficina. Las puertas abiertas, las computadoras prendidas, y no se escuchaba ni un paso, ni una voz. Volví al hall principal, tomé el ascensor, paseé por cada piso. Bajé a las cocheras. Al menos aquí era normal que no hubiera nadie. Subí por otro ascensor, hacia la biblioteca. Las luces prendidas, las puertas abiertas, mis pasos amortiguados por la alfombra rosa viejo. Y entonces los ví. Más bien los sentí, paseándose entre las estanterías.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde ese primer día, quizá porque el tiempo ya no tiene medida. El edificio sigue silencioso, excepto por estas presencias, entre las que me paseo, mientras nos ignoramos mutuamente, encerrados en nuestros recuerdos, sin un futuro que nos libere de lo que fuimos.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Ella




Gladys irrumpió así de repente, sin que la llamara, sin pedir permiso, se metió como quien entra en un ascensor dos segundos antes que la puerta automática cierre, apurada y a presión, como si lo único importante en la vida fuera no perder ese ascensor.
Fue una tarde, no perdón un mediodía, yo salí durante mi hora de almuerzo, iba caminando apurada por la vereda del microcentro. Hacia frío y estaba comenzando a llover;  de repente sentí algo muy intenso que se apoderaba de mí, y que no puedo explicar. Solo decir que en ese instante que ella estaba entrando dentro de mí: sentí que Gladys acababa de instalarse.  
Se llamaba así Gladys, así de feo como se lee con “y”, así de feo como suena el nombre, de mujer fea y perversa. Fundamentalmente eso: perversa.
Y no fue miedo exactamente lo que sentí, ni siquiera que estaba enloqueciendo. Fue una sensación rara. Una mezcla de desazón y alegría; de inseguridad y certeza; de pánico y tranquilidad.
Los primeros días fueron difíciles hasta que la convivencia se fue haciendo rutina.
Mis amigos no me aguantaban. Me decían que me veían cambiada, intolerante, irascible, agresiva. Yo no podía explicarles de la existencia de Gladys. Quien me creería? Pero no era yo, era ella quien en ese momento tomaba las decisiones.
Era altanera, soberbia, engreída, desprolija, desinhibida, descontrolada, segurísima de ella misma (o…de mí?)
En el fondo, creo que un poco me gustaba su presencia. Ella se animaba a decir lo que yo no. Ella podía mandar a la mierda a alguien que me tratara mal. Ella miraba para abajo o se hacía la dormida cuando subía un viejo al colectivo y pretendía el asiento. Se colaba en la cola del banco. Mentía sin ponerse colorada. Insultaba en jeringoso al  chino de la vuelta cuando se quedaba con cinco centavos. Le robaba el diario de la mañana a la vecina de enfrente. Sedujo o intento seducir a los novios y maridos de las pocas amigas que todavía me quedaban. Salía a la calle vestida como mas le gustaba, sin importar el que dirán y mucho menos la edad. Se reía descontroladamente en los velorios. Decía a mis amigas las realidades que no estaban dispuestas a escuchar y que yo no me animaba a decir. Dejaba todo tirado, desordenado. Dormía poco y nada. Salía todas las noches y faltaba seguido al trabajo aduciendo dolores de cabeza.
La convivencia no era fácil. Sentía que me estaba volviendo loca, o quizá me estaba volviendo loca.

Habían pasado demasiados meses y un buen día decidí -a esta altura no sé si fue Gladys o yo la que lo decidió- que la cosa no podía seguir así; teníamos que terminar con esto que me estaba dejando sin amigos, sin trabajo, sin vecinos, sin poder tomar una decisión, ya que jamás lograba ponerme de acuerdo conmigo misma.
Un domingo desperté con la firme convicción de terminar, pero también con una acidez que casi no me daba respiro. Tenía un dragón en la boca de mi estómago. Podía ser resaca, quien sabe. La noche anterior se le había antojado una botella de cabernet y en seguida una de malbec y ahora yo: fuego.
A media tarde dudé de si esto era resaca o eran disturbios internos, ya que nada calmaba mi estado, ni el físico ni el emocional.
Hasta que en un momento, regresando de vayaasaberdonde a casa, sentí un pinchazo profundo y eterno en la boca del estómago y de repente un hilo de sangre oscura y viscosa corrió por la comisura de mis labios.

Fue raro, pero en ese preciso instante me relajé y era solamente una.

 Solange Carricart

viernes, 14 de septiembre de 2012

El ojo de Horus.

Buenos Aires, mayo de 2012.
Sol y Manuel recorrían la muestra de fotos, en silencio observaban cada una de ellas, eran muy buenas. Muchas, habían sido sacadas en el norte Argentino.
Fotos de las salinas grandes de Jujuy, imponentes. El blanco de la sal,  contrastaba con un cielo abierto y celeste, quedando plasmada en la imagen  el efecto encandilante de los salitrales, tan reconocible  para cualquiera que hubiera estado ahí.
Otras, de Punamarca sintetizaban el paisaje precordillerano en toda su magnitud, y la historia de la región estaba muy bien ilustrada con la bella foto de la antigua Iglesia de Tumbaya del siglo XVI.
Sol le comentaba a su marido con que buen criterio se habían seleccionado las fotografías que reunían los distintos paisajes de Latinoamerica.
Los contrastes entre Brasil, Bolivia, Chile y Argentina resultaban impactantes,  no solo por la diversidad  de relieves, sino por los colores que caracterizaban a cada uno de ellos.
Siguieron por los otros pabellones, hasta que entraron en el que correspondía a Perú.
Al ver la foto, Sol se puso pálida, hasta sintió un leve mareo,  que hizo que tomara de un trago toda la copa  de champagne que le habían convidado. Y en forma automática bajó sus ojos hacia su pie derecho.
Manuel  se acercó a la foto:
-      Sol…  vení,  mirá que buena esta foto ¡!! …  A quien se le ocurre fotografiar unos pies de mujer ¡!!!    Mirá  tiene tu mismo tatuaje, que casualidad ¡!! Es igual.
Y  Sol sintió que los recuerdos se volvían más que reales.



Marzo de 2009.

Sol Villamil  arribaba a la ciudad de Cuzco para asistir como expositora invitada a una conferencia sobre  arte precolombino.
Le había costado  viajar  y dejar a sus dos hijos al cuidado de  su marido.
 Se  preguntaba si él iba a poder  organizarse  con todas las tareas de la casa,  y las actividades extracurriculares de los chico .
 Y ¿ si alguno se enfermaba ? , ¿ se daría cuenta si tenían fiebre ?; ¿ los llevaría todas las noches a comer a  Mc  Donalds ?, esperaba que Manuel cumpliera con su palabra.
 Había prometido  postergar  todas las reuniones de trabajo para volver temprano a casa  mientras Sol estuviera  afuera .  Igual estaba Rosa, que se encargaría  que los chicos cumplieran con todas sus rutinas, sin que su ausencia los afectara demasiado.
Era la primera vez que viajaba sola por trabajo y había cumplido 40 años el día anterior.
  En eso estaba pensando  cuando vio el cartel en el aeropuerto  con su nombre, apurada, haciendo volar la valija, corrió  hacia  el hombre que lo sostenía  y cuando él lo bajó, lo vio por primera vez.
César  escondía su cara detrás del cartelito. Los hoyuelos, su sonrisa  y el pelo rubio largo y atado en un rodete  le daban un aspecto de adolescente  hippie que  la divirtió y sorprendió   al mismo tiempo.
Inmediatamente se presentó, tomó la valija de ella y la llevó hasta el auto que había dejado estacionado  a metros de ahí.
Cuando la dejó  en el hotel ,  le explicó cómo llegar al lugar donde se haría la conferencia, y con un beso en la mejilla se despidió  diciendo :   “nos vemos mañana”.
La conferencia fue todo un éxito de asistentes, en la cena de cierre, César, que era fotógrafo y formaba parte del comité organizador,  se sentó en la mesa junto a ella.
Los días anteriores,  se habían visto sólo de lejos y habían cruzado  miradas y sonrisas sin mucho sentido.
Después de la comida, César se ofreció a llevarla y  tanto conversaron durante el viaje,  que  ella le propuso para no cortar la charla,   tomar algo  en el lobby del  Hotel, lo único abierto  a esa hora de la madrugada.
  Pidieron   pisco sour  para los dos, una bebida típica peruana que tenía  clara de huevo, jugo de limón, jarabe de goma y por supuesto, pisco peruano. Sol no acostumbraba a tomar,  así que al tercer pisco se sentía entre alegre y desinhibida, tanto, que no paraba de hablar y no quería que César se fuera.
 Él le contó que   tenía 30 años, era soltero y  su mayor pasión era la fotografía,  lo que lo había  llevado   primero  a vivir cinco años en   Europa  y   luego,  a   recorrer  Bolivia, Chile, Paraguay y Brasil ;  ella  habló   de su licenciatura en Historia del Arte y del trabajo que hacía en el Museo  Metropolitano, altamente gratificante porque le permitía participar en muchas actividades como ésta.
Más tarde,  todo  fue   inevitable.   César la acompañó  hasta la habitación, Sol recordaba  la imagen de  él   desabrochándole,  uno a uno,  los botones de su camisa blanca  sin decir  palabra, solo contemplándola, lo que había provocado en ella una ansiedad inusitada  por besarlo.
Fueron cinco días y noches maravillosos, hicieron el camino del Inca juntos y él le fue contando todos los secretos y anécdotas típicas,  que sólo los lugareños conocen.
 El paisaje selvático, los distintos tonos de verde, el cielo claro y despejado, la  altura y hasta el tiempo, húmedo,  y frio por las noches  sorprendían a Sol. 
El barro,   transitar por los distintos  campamentos, las ruinas, lo majestuoso del lugar   y la llegada a la  Puerta del Sol hacían pensar  que todo se trataba de un hermoso y emocionante  sueño.
Él  no dejaba de fotografiarla, y Sol jugaba a ser modelo por unos días. La diferencia de edad no se notaba, ella era muy  delgada,  llevaba   el pelo lacio y castaño claro   atado en una cola de caballo, que él constantemente se encargaba de soltar y despeinar.
César era indomable  y tenía la   fuerza, la  transparencia  y la  inconsciencia propias  de su edad.
Durante esos días que pasaron juntos  solo se disfrutaron, sin proyectar.   Mantenían  un tácito pacto de no hablar,  ni de la vida de Sol en la Argentina,  ni del futuro, que entre ellos no existiría.  Habían decidido dejarse llevar por sus sensaciones,  en ese lugar y momento   en el que el  destino los había hecho coincidir.
La última tarde,   antes de que se fuera,   la llevó  de sorpresa a  la casa de  un  tatuador amigo  y le propuso que los dos se hicieran un mismo tatuaje para recordarse.
Sol no quería, y mientras lo besaba le decía que  no necesitaba  tatuarse  para no olvidarlo.
 Sin embargo, finalmente  accedió y entre los dos eligieron  al ojo de Horus para grabarlo  en sus pies derechos.
El ojo de Horus, símbolo del estado perfecto para los egipcios, les haría recordar siempre ese tiempo mágico que pasaron  juntos.
Se despidieron con un beso, sin llantos ni tristezas.  Prometieron encontrarse nuevamente en Machu Pichu,  en algún momento de esta vida o de otra. No se pidieron teléfonos ni direcciones,  no sumaban ni restaban nada.
Y ahora Sol, después de tres años,   se encontraba en Buenos Aires   frente a la foto que César había sacado de sus pies la última noche  en Cuzco.
 Cuando volvió a mirar a su marido, Manuel  estaba contemplando  la foto,  y la fecha en la que el fotógrafo la había tomado, solo indicaba el año, 2009.
Durante unos instantes, que parecieron horas, permaneció  callado, observando estático  la imagen del pie y el tatuaje. Sol,  sólo podía percibir  en él  cierta tensión en los músculos de su cara.
   En un momento sus miradas se encontraron,  Manuel   tomó la mano de su mujer y le dijo: -  hace frío y es tarde, volvamos a casa.
Sol  asintió con la cabeza, y  apretó fuerte su mano. – Si,  vamos, los chicos deben estar esperando los chocolates que les prometimos.
Ale Arancet.

 

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Prub dis - Solange Carricart
Dejar mi ciudad natal no fue fácil. Aunque lo que más deseaba era vivir y triunfar en Buenos Aires, el miedo a lo desconocido me asaltaba. Pero lo hice. Con veintitrés años recién cumplidos me tomé un tren en la terminal de Mar del Plata, con una pequeña valija marrón caca sostenida firmemente por mi mano derecha y la guitarra colgada del hombro izquierdo. Ah! Y el walkman. Nada más. Llegué a Constitución sola, una tarde de abril allá por el dos mil y pico. Nadie había ido a buscarme. Tenía las llaves del departamento de los padres de una amiga, que me lo alquilarían por pocos pesos. Al bajar del tren, seguí la manada, eso me habían dicho que haga y que ponga cara de “porteña” y eso simulé.  Tenía algunos pesos para tomarme un taxi, “por ser el primer día” me dije y por fin llegué a mi nuevo hogar en la zona del zoológico.
Al día siguiente decidí salir a conocer el barrio. Caminé y caminé varias horas por la Avenida Santa Fe cuando de pronto me crucé con un cartel pegado en una vidriera que decía: “se busca vendedora”. Nunca había vendido nada en mi vida, pero necesitaba trabajar y no-creía- en –las-casualidades. Di varias vueltas a la manzana hasta que me animé y entré.
Era una casa de venta de ropa de cuero, muy elegante y ambientada para el turismo. Las vendedoras, cuatro, eran flacas, perfectamente maquilladas, de minifaldas infartantes,  y tacos a los que yo, ni en sueños hubiese podido subirme. Le dije a la que estaba detrás del mostrador que iba por el aviso, me miró poco disimulada de arriba abajo y me alcanzó un cuaderno mientras me decía: “pone acá tus datos, así te llaman de personal” (por esos años no se hablaba de “recursos humanos”).
A los dos días sonó el teléfono en casa y un tal Edgardo, se presentó como el supervisor de la empresa. Me dio una entrevista para el lunes siguiente en la misma sucursal a las dos de la tarde.
Cuando colgué el teléfono caí en la cuenta que no tenía ropa, muchos menos esos tacos y que la única vez que me había maquillado como ellas fue para la fiesta de egresados de quinto año!. “La fiesta de egresados”!, sí! Perfecto!. Recordé que tenía los taquitos de dos centímetros que había usado ese día! Tema zapatos: resuelto.  Para aprender a pintarme, tomé una cita con unas de esas perfumerías que te enseñan a maquillar para venderte algo y a quienes convencí que serían una perfecta clienta. Obviamente no compré nada pero aprendí como esconder mis granos, mis ojeras y mis ojos tristes, con lo poco que tendría en casa.
De repente recordé que, cuando llegué al departamento, había una  bolsa que la madre de mi amiga me había dicho era para darle a algún pobre cuando tocara el timbre. La abrí y, además de zapatos y un pijama viejo de hombre, encontré un conjunto de lana de remerón  y pollera  beige con cisnes estampados en celeste. Me desvestí y me lo probé para ver si algo se podía hacer.  La parte de arriba tenía unas hombreras enormes y me quedaba muy apretada, por lo que deslucía aún más a mis pequeñas tetitas. La pollera era ajustada hasta dos centímetros debajo de la cola y luego aparecía un gran volado también en lana beige que me llegaba hasta las rodillas. Espantoso.
Yo venía de la playa, el sol, el surf…lo único que traía eran jeans, remeras estampadas y ojotas (mas los zapatos de la fiesta y una minifalda de jean, por si alguna vez iba a bailar). Así que decidí que no había opción, algo había que hacer. Resolví cortarle a la pollera todo el volado de abajo y transformarla en minifalda. Con las hombreras no se podía hacer nada, no tenía un par más chico para cambiarlas y no podía sacarlas definitivamente  porque ayudaban a dar un poco de cuerpo a este  metro setenta en  cuarenta y ocho kilos con cuatro pelos lacios, rubios y sin gracia. Como medias me puse unas color negro, multifilamento, que se me enroscaron tanto en las piernas mientras trataba de subirlas que por miedo a romperlas las dejé así.
Por los nervios de la entrevista se había duplicado la cantidad de granos en mi cara tardíamente adolescente, pero los pude cubrir gracias a la clase gratuitas de días atrás. Me pinté los labios con el único lápiz que tenía, que me lo había dado mi abuela como recuerdo: rojo carmesí. Ordinario como para pintarme los dientes de adelante, al punto de tener que sacármelo todo una cuadra antes de la cita. Perfume? No tenía. Usábamos colonia Jhonnsons en mis pagos, así que decidí usar el desodorante en aerosol de las axilas, con aroma a flores tropicales.
Y salí. Ridículamente vestida y todo, a comerme el mundo. A obtener ese trabajo.  Confieso que al subir al ascensor me tropecé y que en  la calle me caí. Definitivamente, los tacos no eran para mí.
Salí con tiempo de sobra, porque aún no sabía calcular las distancias y no quería llegar tarde. Había leído en la Guía T que tenía que hacer combinación de dos líneas de subtes. Lo hice y me perdí cuatro veces bajo tierra y dos tuve que volver a pagar el pasaje. Tiempo después me di cuenta que el viaje era mucho más simple y corto. Cuando llegué, quince minutos antes, estaba exhausta y aterrada. Me sentía ridícula. Lo estaba. Y no lograba dominar esos tacos de …dos centímetros!. 
Entré, pregunté por Edgardo que supuse era el pelado tomando café en el mostrador del fondo, ya que era el único hombre dentro y que me desnudó con la vista en cuanto me vio. Me acerqué, me presenté estirando la mano derecha mientras él me tomaba de la cintura y me daba un sonoro beso.  Nos sentamos, me preguntó mi nombre completo y edad, mientras me pedía le hablara de mis trabajos anteriores. Tuve que mentir dos años en un negocio de venta de ropa, ya que lo único que había hecho era ser promotora y moza en un bar. De vender…nada. Me preguntó si hablaba inglés y lo engañé que sí. Aunque el único conocimiento que tenía eran los tres últimos años de la secundaria. No sé si no me hizo ninguna pregunta en inglés porque me creyó  o porque estaba apurado por atender a  la morocha de metro ochenta y tacos de verdad que venía detrás de mío.
Finalmente, las dos únicas candidatas fuimos la morocha y yo. Pero el sueldo era bajo y la morocha consiguió algo mejor. Por lo que terminé siendo la “nueva” en esa sucursal de Santa Fe y Callao. Comencé ese mismo día “a prueba”.
Al principio dejé pasar varios clientes, estaba aterrada, todos hablaban inglés! Ni un puto español quiere conocer la Argentina? Finalmente, las otras tres, para hacerme pagar derecho  de piso, me “cedieron” el siguiente texano de ciento veinte kilos que cruzaba la puerta. Can ai jelp iu?. Le dije.  Nou, zanks.  Entendí. Ai am...no entendí. Su mujer sí hablaba español, era una cubana que por escapar del régimen castrista soportaba ese gordo pestilente.  Supuse.  Me pidió una  minifalda de cuero color rojo…carmesí. No era tan gorda como él, pero tenía un culo importante y a pesar de estar segura que en la cuarenta y ocho no entraría, se la di diciendo: prub dis. Después de más de quince minutos que me cansé de evitar al gordo porque no entendía palabra de lo que me decía; la cubana abrió la puerta. La pollera estaba tan estirada que se le había aclarado el color y se le estaba abriendo las costuras. Se le subía en la cintura, que era muy pequeña, por lo que resultaba más corta aún, y dejaba a la vista sus piernas celulíticas color aceituna y una bombacha de encaje roja que se perdía en esa cantidad de grasa caída. En los pies, zoquetes de algodón rayados rosa y azul, apenas llegaban a cubrir sus tobillos. No puede evitar la carcajada y les juro que si hubiesen estado ahí les habría  pasado lo mismo. Uno no podía no reírse, era pecado!.
El texano empezó a los gritos, no sé que decía, yo solo entendía que la primera palabra empezaba con F y algo de “iu”. Ella también se ofendió y empezó a insultarme aún más fuerte que él. A ella sí la entendía. Pero yo, de los nervios, me reía cada vez más. Ya no era gracioso pero no podía parar.

Solange
Sept 2012

AJUSTICIADOS


AJUSTICIADOS

Por Alejandro Anderlic

Pasé los veinte minutos que duró el viaje en subte mirando fijo a la palanca roja del freno de emergencia. Sin hacer nada más. Quería llegar ya y olvidarme de todo. El saco empapado y el nudo de la corbata me estaban asfixiando. Tambaleaba en cámara lenta flotando en el vaho, colgado como podía del caño de metal. Apelmazado en medio de un ejército de ganado maloliente.  Me bajé en Agüero y caminé de memoria las dos cuadras hasta mi casa. No toqué timbre y subí por la escalera (era sólo un piso).
No paraba de hacer arcadas y llegué como pude hasta el baño. Levanté la tabla del inodoro y empecé a vomitar. Chorros de tinta negra y bollos de papel oficio. Durante más de media hora. Una rarísima mezcla de asco y destino. De impotencia y decepción. 
Me arrastré hasta mi cuarto y prendí el aire. Me tiré en la cama vestido. Sólo alcancé a sacarme el reloj y apoyarlo en la mesa de luz. Apenas eran las siete de la tarde. Apagué la luz y no me acuerdo de nada más, hasta que desperté muy tarde al día siguiente.
La mañana anterior, había saltado de la cama a las cinco y media, antes de que sonara el despertador, y me puse a hacer abdominales al costado de la cama. Ese día iba a hacer mi debut en el estudio del Dr. Aguilera. Pasé como media hora abajo de la ducha, silbando y pensando. Pensando en que por fin iba a aprender a ser abogado y a acumular experiencia. Eso que no nos enseñan en la facultad y que –hoy no entiendo por qué- nos desesperamos por querer mamar antes de recibirnos. Creo que ese día no desayuné.
Siempre fui a la facultad en el turno mañana.  Entre las tres opciones, me parecía la más cómoda. Tenía la tarde libre para trabajar unas horas y el resto del día para vivir la otra vida. Hasta el año anterior, me había costeado los estudios dando clases de inglés en un colegio primario. Disfruté muchísimo de ese tiempo, pero renuncié convencido de estar preparado para algo mejor.
Después del baño me puse el traje oscuro que sólo había usado una vez algunos meses atrás para el casamiento de mi primo.  La camisa blanca estaba impecable y dura de apresto y mamá me había dejado en el placard los zapatos negros recién lustrados. Corbata le saqué a papá, que tenía un montón.  También le usé un poco de su colonia de lavanda.
La primera mañana de sexto año en la facultad se me pasó volando y la tengo borrada de la memoria, como tantas otras. En realidad, tendría la cabeza en otro lado. Sólo me quedó grabado lo que pasó a la tarde y ya de eso hace más de veinte años.
Llegué a mi nuevo trabajo después del mediodía. Era un piso en la esquina de Córdoba y Libertad. No lo conocía personalmente a Aguilera; sólo había hablado un par de veces por teléfono con él. Tampoco conocía a los otros dos abogados.
Atravesé el hall principal y caminé por una larga e impecable alfombra roja. Sentía que alguien me iba escoltando y hasta me pareció escuchar que sonaba una trompeta.  El ascensor llegó a la planta baja y en seguida me llevó hasta el tercero.
La puerta del departamento estaba abierta. Desde el fondo, una voz me invitó a pasar. Atravesé un pasillo angosto, tapizado de libros verdes y azules. Pasé por una cocina donde alguien acababa de almorzar y llegué hasta un despacho enorme.  Todo revestido de madera, con un escritorio de caoba y vidrio, con la típica lámpara de bronce con la figura de un caballo y, al lado, la previsible balanza de la justicia. Había mucho olor a Blem.
Aguilera me cayó bien. Parecía una persona muy agradable y educada. Se presentó y me presentó a sus colegas. Conversamos un rato los cuatro. Les conté de mis sueños leguleyos y les agradecí por anticipado por todo lo que iban a hacer por mí.
Me mostraron mi escritorio. Era chico pero alegre. Tenía vista abierta a la plaza y la computadora estaba recién comprada. Abrí mi maletín, el que me habían regalado para el último cumpleaños y desensillé mis códigos. Los ubiqué en fila sobre la repisa, primero el Civil, el de Comercio en el medio y luego el Penal.   También acomodé un par de novelas y tres o cuatro revistas no jurídicas. Después me senté a esperar que me asignaran mi primera tarea.
De golpe noto que se acerca uno de los colegas de Aguilera. Con una particular sonrisa, no sé, rara, me preguntó si alguna vez había hecho un embargo. Le dije que sólo había escuchado esa palabra cuando cursaba Procesal y la sonrisa se le hizo más grande. Entonces me palmeó la espalda y me ofreció acompañarlo.  Intuí que por fin iba a vivir la realidad del Derecho y yo también le sonreí.
Subimos a su auto y me contó que íbamos para el lado de Almagro. El viaje fue, ya de entrada, demasiado incómodo. No prendió la radio y apenas emitió un par de monosílabos.  Más o menos después de cinco minutos, me dijo que sacara los papeles que había en su portafolio, para que yo los pudiera ir leyendo hasta llegar, así iba aprendiendo. Me encontré con un listado de muebles, algo así como un inventario. También había un contrato de préstamo.  De mutuo, decía en realidad en el documento.  Era corto y traté de entenderlo rápidamente. Al final había copia de un pagaré vencido, firmado por un tal Sergio Meza.  Traté de sacar conclusiones en silencio y me pregunté si Meza sería realmente culpable o inocente. Preferí no anticiparme y esperar.
La espera no fue tan larga porque no había demasiado tránsito. El colega de Aguilera estacionó y caminamos hasta el edificio de la esquina, donde nos esperaba un hombre al que él saludó cordialmente y llamó “el oficial”.
Tocamos el timbre. Dos o tres veces. De adentro, se escuchaba un bebé llorando y un televisor encendido. La última vez que golpeamos, finalmente nos abrió una mujer.  De cara, se parecía mucho a una tía mía. Reconoció ser la esposa de Meza y nos dejó pasar. Era un departamento de dos ambientes, con la pintura toda descascarada y con muy poca luz, porque era interno. El bebé seguía llorando. Estaba parado, agarrado a los barrotes de un corralito, con la cara empastada de lágrimas y de moco. 
El abogado le dijo a la mujer que ya habían conseguido la orden para hacer el embargo.  Ella rogó que esperáramos a que viniera su marido y que por favor no nos lleváramos nada. Ante nuestro silencio, se puso de rodillas y nos imploró que les tuviéramos paciencia, que Sergio se había quedado sin trabajo y que ya pronto iban a pagarle a nuestro cliente todo lo que le debían.  El abogado parecía ignorarla y no levantaba la vista de sus papeles.  Entonces ella me miró con ojos deseperados, me abrazó y se largó a llorar muy fuerte. Casi tan fuerte como el bebé en el corralito. De fondo, se escuchaba algo en la tele. Yo también la abracé. Mientras, el abogado iba eligiendo: el equipo de música, el ventilador, el televisor.
Nos alejamos con las manos ocupadas y sin mirar para atrás. La mujer y el bebé seguían llorando. De ahí nos fuimos a lo de nuestro cliente a contarle el éxito del procedimiento.  El abogado lo pintó como un éxito “relativo” porque no alcanzamos a cubrir toda la deuda con los intereses.  Igual el cliente parecía satisfecho y sólo nos preguntó por el resto de las ejecuciones que teníamos encomendadas. Estuve a punto de abrir la boca, pero elegí morderme los dientes.  En todo caso, yo estaba ahí para aprender y, por lo visto, se había hecho justicia. Se le había dado a cada uno lo suyo, como nos enseñaron en la facultad.  Parece que habíamos ganado el caso.

lunes, 3 de septiembre de 2012

EL ASTRAKÁN


EL ASTRAKÁN



Por Alejandro Anderlic

La tarde deprimente del domingo de marzo se volvió de golpe más deprimente para Reina. Lo encontró su hermana Tita en una bolsa de plástico negro, en el fondo del ropero. Era el tapado que se ponía su madre todos los sábados para ir a comer afuera. Y para los casamientos, los cumpleaños y los velorios.  Estaba casi igual a como se veía en las fotos.  O como Reina lo recordaba. Tenía un olor asqueroso a naftalina, que lo hacía tremendamente repulsivo. Típico olor a tapado de vieja.

La bolsa apareció justo durante la desagradable discusión entre Tita y Reina y fue lo que, por suerte, logró calmarlas un poco. Era la segunda vez en la vida que se trenzaban tan fuerte. La primera, había sido tres años atrás y sólo cuando perdieron a su madre empezaron a hablarse de nuevo. Esta última vez, parece que fue por dinero.
Hacía ahora casi un año que la abuela de Laly se había muerto. Hasta hoy, Reina nunca había vuelto a pisar la casa. No quería. Tenía una negación con el lugar y lo que había quedado adentro. Aunque vivía con su marido y con Laly en ese mismo barrio, cada vez que Reina llegaba a la cuadra anterior, se desviaba y tomaba por otra calle para no pasar por la puerta. Hasta dejó de comprar en la panadería de al lado y empezó a ir a la del boulevard, aunque quedara más lejos y las medialunas de grasa no fueran tan ricas.
Luego de cientos de visitas y ninguna oferta, la casa por fin se había vendido y ahora había que hacerse cargo de las cosas de la abuela. Tita había llegado más temprano para abrir las ventanas y hurgar por los rincones. Tal vez pudiera ventilar un poco y hacer que entrara algo de luz para cuando Reina y su hija llegaran. Pensó, entre otras cosas, que así el momento sería más soportable. Pero eso era imposible con el olor a encierro y la humedad impregnada en el ambiente. En un rato, iban a dejar la casa totalmente vacía. De hecho, los portalámparas ya estaban vacíos. Sólo en el dormitorio quedaba una  bombita de cuarenta y cinco.
Eran las seis de la tarde y el camión de la empresa que por dos monedas se compró casi todos los muebles estaba terminando de cargar la última silla.
-         “Mamá, ¿cuánto falta? Estoy aburrida”.
-         “Laly, por favor, aguantá un poquitito más. ¿Te crees que a mí me divierte hacer esto?”
-         “No sé, mamá. Dale, apúrense por favor, quiero ir al shopping…”
-         “En un rato vamos, hija, sin falta. Y así te compro lo que me pediste. Te lo prometo. ¿Me querés mucho, no?”
 A Reina le estaba pesando como nunca haber sido siempre la preferida de mamá. La menor y la más linda por fuera. La que se casó bien y pudo hacer malabares para que creciera la fábrica de pastas de la familia sin descuidar a la casa ni a los suyos. Tita se había ganado su lugar a los golpes. Un lugar muy chiquito y siempre ella sola.
-         “Hicimos bien. Menos mal que se llevaron casi todo. Es poca plata pero yo no quiero nada. No la necesito. Mejor quedátelo vos, Tita”.
Tita no la contradijo. Sin duda, ella necesitaba esos pesos mucho más que su hermana.
Los ojos de Reina se humedecieron con lágrimas de culpa espesa. A fin de cuentas había sido ella la que, en medio de aquella gresca espantosa, se puso firme e insistió en mandar a su madre a la residencia para adultos. A ese geriátrico de mierda donde la vieja se terminó muriendo de pena. De muerte natural.
Mientras acomodaban en las cajas las copas del juego bueno que se iban a repartir a medias, Tita seguía preguntándose en qué lugar podría haber dejado su madre los ahorros familiares de los que le habló una vez. Una sola vez, cuando ya estaba medio arteriosclerótica. Nunca le contó nada a su hermana y parece que la madre nunca se lo debe haber dicho a Reina, pues ya estaban distanciadas. Si era cierto, con esa plata Tita podría darse un buen gusto cada día de vida que le quedara. Pero a esta altura, se dio cuenta de que sería sólo una fantasía de su madre. Y, con los días, se fue sacando la idea de la cabeza.
Ya estaban por terminar. Se repartieron los manteles de lino, las fotos y algo de ropa. El tapado de astrakán seguía tirado sobre una silla. Las dos lo miraban y ninguna decía nada. Pero Reina se animó:
-         “Yo no lo quiero, Tita. Me parece que es un poco chico para mí. Por qué no te lo quedás vos?”
-         “Nunca me gustó el astrakán”, se defendió Tita.  “Y ya nadie los usa. Además, no creo que podamos sacarle la baranda que tiene. Ni mandándolo a lo del japonés”.
-         “Y bueno… Démoslo a la iglesia. Alguien lo va a poder aprovechar. Si querés lo dejo el domingo que viene”, dijo Reina.
-         “Mamá. A mí me gusta”, las sorprendió Laly. “No para mí. Para hacerles vestidos a mis muñecas. Puede estar bueno. Y lo puedo teñir de colores y el olor seguro que se va si les pongo alguno de tus perfumes”.
Las hermanas se miraron a los ojos como buscando mutua aprobación. Les pareció un buen modo de deshacerse del tapado de astrakán. En realidad, cualquier pretexto les iba a sonar perfecto, incluso ese.  Entonces el astrakán negro fue todo de Laly, quien lo abrazó en sus manos.
-         “¡Cómo pesa, tía!”
-         “Sí, pesa mucho. Los tapados de astrakán suelen ser muy pesados. Por eso tampoco me gustan, nena. Parece que estuvieras caminando con una tonelada de piedras encima.”

Cerraron la puerta de calle por última vez. Cada una cargó un par de cajas y Laly arrastró la bolsa negra hasta el auto. Dejaron a Tita en la puerta de su casa y partieron para el Abasto.

Llegaron bastante tarde a casa y el papá de Laly todavía no había vuelto del negocio. Reina puso a hervir unos fideos y Laly fue para su cuarto, sacó el tapado de la bolsa y le pidió a su madre una tijera bien filosa para hacer los vestidos.

Empezó a cortarlo en cuadrados de unos treinta por treinta. La piel era muy dura y a Laly le costaba mucho. En uno de los bolsillos de afuera, la tijera quedó clavada en la lana y se frenó en seco. Laly pensó que se había trabado por el forro del tapado. Metió la mano en el bolsillo y se encontró con un sobre de papel madera doblado en dos, medio atorado. Tenía dos banditas elásticas alrededor.  Lo abrió y salió corriendo para la cocina.

-         “Mamá, ¿qué son estas monedas grandotas?”

Hacía tiempo que Reina no tenía un mejicano de oro en sus manos.  Dentro del paquete había cincuenta iguales. Y otros cincuenta y uno en el bolsillo derecho.

-         “Son unas monedas que valen mucha plata, mi amor”, le dijo Reina con mucha calma. “Y son tuyas. Te las regalo. Vas a poder comprarte muchas cosas lindas, te lo prometo. Pero vos prometeme que siempre me vas a cuidar y no me vas a dejar abandonada. Vos me querés mucho, ¿no, hijita?”