domingo, 28 de octubre de 2012


Una noche - Gladys

Ernesto, dejame hablar! Gritaba yo sin tener idea qué agregar a ese comentario y agradeciendo que Ernesto solo contestara: “no, no te quiero escuchar más”, dando  vueltas por la casa mientras buscaba sus cosas que tiraba desprolijamente dentro de la valija. No se me cruzaba un “sentate y charlemos” porque no sabía qué decir en el hipotético caso que a él le dieran ganas de sentarse a charlar.
A mí, los diez años de matrimonio me tenían un poco aburrida!. No habíamos podido tener  hijos; él no quiso adoptar y yo no insistí. Pero ahora, a mis cuarenta y cinco ya me fastidiaba ver su cara todos los días. Separarme? No me lo planteaba. Lo amaba? Qué es exactamente el amor?. Sí tenía claro que la vida con alguien me cerraba perfectamente. Veía a mi hermana sola en todos los eventos sociales, salidas y escuchaba el típico y horripilante comentario que todos le hacían “y? donde están los hombres? Que pasa que no ven semejante belleza?” . Y si de algo estaba segura era que yo NO quería pasar por esa humillante situación.  Además, que te calienten los pies en invierno, te cocinen cuando llegas cansada de trabajar, que te arreglen el cuerito de la canilla, el enchufe que no anda…eso no tenía precio y yo no pensaba perderlo. Sexo? Esporádicamente teníamos. En nuestros  cumpleaños o para las fiestas y solo porque llegábamos muy borrachos a casa y el alcohol nos encendía los sentidos. Pero nada más.  Y estábamos bien. Yo estaba bien. 
Es que estaba aburrida también de hacer el amor con Ernesto.Siempre lo mismo! La misma posición, el mismo beso en el mismo lado, los mismo susurros diciendo las mismas cochinadas que, después de diez años ya me resultaban patéticos!.  Hasta sabía qué vendría en qué parte, cuando me diría qué y cómo lo haría. En silencio lo imitaba. Es más, me había acostumbrado tanto a ese juego que hasta me divertía.
Engañarlo? No. No se me había cruzado. No sé si porque nadie me partió la cabeza como para pensar en eso, o porque la educación represora de mis padres aún me rebotaba en la cabeza.
La cosa es que esa noche fue todo diferente. Yo creo que estaba ovulado porque me sentía como encendida, cachonda, sexie, o como quieras llamarlo. Era el primer cumpleaños de Vicky separada. Así que entre todas habíamos decidido alegrarla un  poco. Su marido se había ido con una varios años más joven, dos meses atrás.
Éramos cinco en total y programamos ir a comer a un restó de Palermo que se había puesto de moda.  Ernesto se quedaría en casa, jugaba Boca contra nosequien, y después irían unos amigos a jugar a la play. Yo me vestí como para  levantar un muerto. Me había comprado la tarde anterior unos tacos que eran tan increíblemente lindos que debería de haber salido vestida solo con ellos. Necesitaba que se luzcan, así que me puse una minifalda y una remera escotada (cómo no mostrar mis lolas nuevas con lo que me habían salido!).
En el restó y para tratar de animar a Vicky tomamos dos botellas de vino y para el postre pedimos champagne. Terminamos las cinco alegres y felices de estar juntas, aunque en la semana nos criticáramos unas a otras por teléfono; el alcohol, en ese momento, nos hacía olvidar nuestras imperfecciones. Una de ellas, también separada, había conocido a un tipo que tenía un boliche y decidimos ir a bailar un rato.
Llegamos, nos ubicaron amablemente en el vip y pedimos otra botella de champagne. El lugar estaba lleno de gente muy joven. Pero no importaba, la idea era divertirnos entre nosotras. Bailamos un rato y de repente sentí una mano que me agarraba fuertemente de la cintura y por la espalda. Cuando me di vuelta, tenía un pequeño hombre de metro ochenta y no más de veinticinco que me miraba con unos ojos extremadamente verdes. La espalda era tan ancha que llegue a imaginarme que el colchón de plaza y media le quedaría chico. El pelo morocho, sostenido detrás de las orejas y una sonrisa blanca y pura. Dios! Sí, era Dios!. No sé si el volumen de la música me impedía oír lo que me decía o eran mis sucios pensamientos. La cosa es que bailamos un rato muy sensualmente. El alcohol y el metro ochenta me  hicieron olvidar del lugar, mis amigas, la gente, la música y, obviamente, de Ernesto. Los únicos seres vivos en ese momento éramos Fidel y yo.
No sé cómo llegamos al hotel. Lo que sí sé es que me hizo el amor como Ernesto no me lo había hecho ni siquiera la primera vez que dormimos juntos. Tenía una vitalidad, una espalda y una imaginación que  cuando lo pienso no puedo evitar que un escalofrío me corra por el cuerpo.
Habíamos ido con mi auto. Así que amablemente me acompañó hasta unas cuadras cerca de casa, y se bajo en  la parada del colectivo. Me pidió el número del celular y se lo di cambiado.  Ni se me cruzaba la idea de tener un amante y mucho menos uno que me sacara a pasear en el 152!!.
Cuando llegué a casa eran cerca de las 5 de la mañana. Ernesto roncaba, así que lo puse de costado y le hice el “ssshh” que siempre me había servido para que dejara de hacerlo. Ni siquiera me saqué el maquillaje. Tomé un vaso de agua y me acosté desnuda. Me dormía parada.
Y bueno, la noche había sido tan intensa y este joven tan asombroso que inmediatamente me quedé dormida.
Me despertó Ernesto preguntándome quién era Fidel y porque yo le decía “ay sí, así Fidel, más, dame mas”. 

Gladys - Octubre 2012

lunes, 22 de octubre de 2012

Una más



por Marina de la Serna

Volví de Oxford en septiembre, después de pasar el verano boreal entre claustros decimonónicos y académicos aspirantes al Premio Nobel de Economía. El doctorado me serviría para conseguir una cátedra en la San Andrés o un puesto en el Banco Central. Mientras tanto, me conformaba con trabajar en alguna empresa privada.
El día en que volví a encontrarme con Manu, llovía y me acababa de arruinar los zapatos cruzando Alem a la altura de Catalinas. Cuando llegué a la esquina de Reconquista y Marcelo T ya estaba empapada y sólo pensaba dónde podría encontrar un taxi. Él, al ver mi furia (por no encontrar un taxi) o mi desconsuelo (por los zapatos arruinados), se acercó y me dijo: “¿te puedo ayudar?”.
Lo miré. Esos ojos familiares…..”ay, sí…”empecé a decir y me corté a la mitad de la frase. “Vos no sos….?”, nos miramos, nos buscamos con la mirada, reconociéndonos a través de los años, los viajes, las mil situaciones e historias que habíamos atravesado desde la última vez que nos habíamos visto.
Él se dio cuenta primero: “¡Inés!” “¡Manu!” “¡Hola, cómo estás!” “¡Qué hacés!”
“Che, nos estamos empapando, vos estás apurada?”
“No, la verdad podríamos entrar acá y esperar a que pare, ¿no?”, dije señalando la puerta del pub que ocupaba toda una esquina.
“Dale, tengo una reunión en media hora, pero puedo llegar más tarde”
¿Fue media hora? No lo sé, si me lo preguntan bajo juramento tengo que decir que fue más, mucho más el tiempo que pasamos, pintas de cerveza de por medio, resumiendo los últimos veinte años de nuestras vidas. Cuando estábamos en el colegio, Manu era mi amigo. Nada más. Estudiábamos juntos para todas las materias, nos escapábamos al Italpark cada vez que podíamos y cuando había que formar grupos para los trabajos prácticos, todos sabían que nosotros íbamos en tándem. En contra de todas las insinuaciones y las bromas de mis amigas y sus amigos, nunca fuimos novios. Y mientras contemplaba la espuma de la pinta de cerveza evaporarse, me encontré dudando y preguntándome cómo habían sido de verdad las cosas.
“Che, ¿vos y yo no habíamos sido novios?”, le pregunté
“Si fuera así, te juro que me acordaría. Todos mis amigos te tenían unas ganas….Si me jodían todo el tiempo y no me creían que no pasara nada con vos”
“Ah, sí”, hice como que me acordaba. En realidad, lo que sí me acordaba era que Manu me gustaba. Mucho.

Fiesta de egresados en La France. Entro al baño y me encuentro a buena parte del curso cuchicheando, muchas con esa cara de satisfacción que da la desgracia ajena. Apenas me ven, se callan y alguna le da con el codo a la que está al lado. Las miro, buscando una explicación, pero todas se apuran a salir del baño con la excusa de que ya empieza el carnaval carioca.
No le doy demasiada importancia, después de todo no eran mis amigas, sino esas compañeras que deseaba no volver a cruzarme nunca más, luego de las fotos, los diplomas, las sonrisitas y los deseos de “¡que no se corte!”
Unos días después llega el acto académico, como le decían a la entrega de diplomas, discursos varios y traspaso de la bandera de ceremonias. Después viene el bufet y brindis con los padres y autoridades en el bar del colegio. En un momento en que todos se están sacando fotos con los profesores, Marcela, que sí era mi amiga, me agarra del brazo y me arrastra a la penumbra de la galería que da al patio.
“Te tengo que contar algo, no sé si es un chisme, pero tenés que saberlo”
“Qué pasa, qué es tan grave”, le digo
“Rosaura está embarazada”
“Ah, bueno. Qué mal, digo qué bien” , le digo con cara de contame algo que valga la pena. Al paso que iba, la noticia era que Rosaura no se embarazara antes de terminar el CBC.
“Pero parece que el padre es Manu”, agrega Marcela, bajando la voz y mirando las baldosas de la galería.
Después de eso, no escuché más nada. Creo que los habían visto varias veces en La City, muy juntitos y un par de veces se habían ido juntos de Engelberg.

Desde ese día, no lo ví más. Me fui a estudiar, a vivir a Estados Unidos. Más que engañada, sentía que había seguido las señales equivocadas.
Había parado de llover. En el pub, una vela chiquita se consumía en un vaso de los que se usan para el tequila. Se hacía tarde.
“¿Y tus hijos?”, le pregunté.
“No, no tengo hijos”, contestó, mientras repartía lo que quedaba de la jarra de cerveza entre los dos vasos. Me miró, los ojos sonreían. “¿Tenés tiempo para una más?” dijo, mientras la velita se apagaba.

miércoles, 17 de octubre de 2012

AZUL



AZUL

Por Alejandro Anderlic

A la distancia, Costa Remanso es apenas un punto diminuto en el mapa de la provincia de Valparaíso. Cierro los ojos y la retina se me llena con recuerdos de Costa Remanso. Hace diez años, estuvimos ahí con Mercedes. No sé si definirlo como un pueblo o un poblado. O como un caserío. Probablemente sea incluso menos que eso. Nada menos que eso. Habíamos llegado de casualidad, una tarde de lluvia. En verano, sin rumbo y de mochila. Me acuerdo del faro azul. (Nunca volví a ver un faro azul). Me acuerdo del manojo de casas coloniales apiladas en el cerro sobre la costa, todas parecidas de lejos y todas tan distintas de cerca. Todas blancas con tejas españolas, todas las puertas y las ventanas azules. Todo era blanco y azul.

Las tejas también eran azules. Tenía un cielo increíblemente azul. Un mar increíblemente azul. Aunque vi otros mares muy azules, el entorno de Costa Remanso lo hacía único. Quizás para otros no lo fuera. Pero para nosotros, sí que era único. Nos quedamos casi dos semanas. Una de esas noches, respiré muy hondo, tomé impulso y le pregunté a Mercedes si quería casarse conmigo. No venía preparado, así que tuvo que ser sin anillo. Se lo dije en el bar sobre la playa, el bar de madera entre las rocas, el único que había. El bar donde nos tomamos el beso más infinito. ¿Existirá aquel bar? ¿Qué será de Costa Remanso? No conozco a nadie que haya ido ahí después de nosotros. Ni antes tampoco. A la distancia, Costa Remanso es sólo un punto minúsculo en el mapa de la provincia de Valparaíso. En ese mapa que todavía conservo y ahora encuentro, todo ajado y doblado en cuatro, en el álbum que guarda los recuerdos de aquel viaje.

Este verano, Mercedes y los chicos quieren ir a la playa. Hace años que no veraneamos en la playa. Pienso que podría ser tiempo de volver. Me pregunto si conservará esa magia. Me pregunto si nosotros habremos conservado esa magia. Entonces, nos ponemos de acuerdo con Mercedes y decidimos volver.

Arrancamos de Santiago hoy quince de enero a media mañana los cuatro, con el auto muy cargado, camino al hotel. Parece que hay un solo hotel en Costa Remanso. El hotel tiene diez cuartos, o diez departamentos, todos frente al mar tan azul. Los chicos van viendo una película de dibujitos atrás. Nosotros, adelante, pensamos en los días que habíamos pasado juntos en ese paraíso. Esta vez, diez años más tarde, sabemos a dónde ir y cómo llegar. Pero no sabemos con qué nos encontraremos. Ahora tenemos el mapa. Hace diez años, no teníamos mapa. Aquel mapa que conservé por tanto tiempo nos lo habían dado en la estación de servicio cuando volvíamos para Santiago. Está todo ajado y doblado en cuatro, arriba del tablero del auto.

Paramos a cargar nafta en una estación de servicio. Los chicos quieren tomar algo y Mercedes aprovecha para llevarlos al baño. Nos estacionamos una media hora, total no tenemos apuro. Mientras como un tostado, siento un leve temblor que viene del piso y veo cómo los vasos y los platos se mueven sobre la mesa. Todos lo notamos y nos miramos en silencio. Por fortuna, dura apenas unos segundos. Seguramente haya sido sólo eso. Preferimos no preocuparnos; estamos de vacaciones y vamos camino a Costa Remanso. Al volvernos a subir al auto, Mercedes me pregunta por el mapa.

Lo buscamos por todo el auto y no lo encontramos. Estoy seguro de no haberlo bajado. Mercedes no se acuerda de haberlo bajado. Los chicos no estuvieron en el asiento de adelante; mal podrían haberlo bajado. Ya no tenemos mapa y tampoco tenemos en claro el camino para llegar. Necesitamos llegar, mejor si es antes de que se haga de noche. Falta mucho para la noche, pero necesitamos conseguir otro mapa de la provincia de Valparaíso.

No sabemos dónde podremos conseguirlo. Quizás en ésta o en alguna otra estación de servicio. Mercedes le pregunta al playero que nos cargó nafta y parece que sí venden mapas en el negocio de adentro. Al minuto regresa al auto, sonriente, con un mapa en la mano. Está todo ajado y doblado en cuatro, como nuestro viejo mapa. “Era el último que tenían” –me dijo. Los chicos, siguen viendo dibujitos. Entonces volvemos a la ruta y sentimos otro temblor, pero tampoco es tan fuerte.

Mientras prendo otro cigarrillo, Mercedes abre el mapa y trata de encontrar a Costa Remanso. Pero no lo encuentra. Me dice que parece no figurar en este mapa. Debe ser un mapa de mala calidad. Costa Remanso figuraba en nuestro otro mapa, el mapa que no aparece. Golpeo el volante con mi mano izquierda y pienso en tirar este mapa por la ventana. No nos sirve, si no figura Costa Remanso. Estoy desorientado y no sé para qué lado ir. Aunque creo que es para el sur, y sigo las indicaciones de la ruta y vamos hacia el sur.

En eso, Mercedes me pide que paremos un momento en la banquina, que cree haberlo encontrado, pero quiere saber  mi opinión. Los chicos siguen embobados, mirando dibujitos. Me detengo al costado del camino y juntos estudiamos el mapa. Hay una parte  medio borroneada, justo donde en nuestro viejo mapa recuerdo que estaba el punto de Costa Remanso. En este mapa eso es de color azul, de un azul como el del mar donde estaba el faro.

Parece que vamos en la dirección correcta y que no debe faltar mucho para llegar. Hay un tercer temblor. Nos tomamos de la mano con Mercedes y miro a los chicos por el espejo retrovisor. Ellos ni se dan cuenta. Pienso en cómo será nuestro primer día de playa con ellos en Costa Remanso. Y pienso en el bar.

Al final de esa curva, vemos a lo lejos los techos azules y el faro azul. Me parece que el faro está torcido. Mercedes me mira. Después abre su ventanilla y tira el mapa por la ventana. Por el espejo veo cómo el viento se lo lleva hacia la costa hasta que cae al agua.

Un cartel de madera al costado del camino nos dice que faltan dos kilómetros para llegar. Los chicos siguen viendo dibujitos. La tierra empieza a temblar mucho más fuerte y me cuesta conservar el rumbo del auto. Queremos seguir adelente, pero hay una grieta en la ruta que no nos deja avanzar. Deben faltar unas pocas cuadras. Miramos hacia nuestra derecha y alcanzamos a ver una pared gigante de agua que se abalanza sobre nosotros. Y que amenaza de muerte a Costa Remanso. Por suerte, los chicos siguen viendo dibujitos.

martes, 9 de octubre de 2012

Diez kilómetros



por Marina de la Serna

El sol lo encandiló. El amanecer lo encontró en medio de la ruta, en el medio de la pampa o, como él pensó en ese momento, en el medio de la nada. Por algo lo llamaban el desierto.
Quería llegar rápido, o por lo menos no perder ni medio día en ese viaje que no había podido evitar, por más excusas que buscó. Ni siquiera logró posponerlo, patearlo para adelante, con la esperanza de no necesitar hacerlo si pasaba demasiado tiempo. Como si ciertas cosas pudieran prescribir o diluirse hasta desaparecer por sí solas. La vida no funcionaba así, por mucho que lo deseara o fantaseara con deshacerse de las situaciones con esa facilidad.
Miró el celular. Casi no tenía señal. Creía saber cuántos kilómetros le faltaban para llegar, pero empezó a preocuparse. El paisaje no variaba y fue creciendo la sospecha de que no tenía la menor idea de dónde estaba.
De repente vio adelante una estación de servicio y un parador. Decidió detenerse, necesitaba ir al baño, despejarse con un café y tal vez comer algo. Al mozo que lo atendió le preguntó: “¿Cuánto falta para Venado Petiso?” “Uy, todavía le falta un tirón” le contestó el mozo, mientras ponía el pocillo y la azucarera sobre la mesa. “Tiene que seguir derecho unos cien kilómetros, pasar el puente, seguir veinte kilómetros más, en la bifurcación seguir por el carril de la izquierda, pasar la tranquera que dice “La Escondida”, y ahí se va a encontrar con otra bifurcación en T. Ahí doble a la derecha, no se confunda, mire que no hay carteles, o va a terminar donde el diablo perdió el poncho”. “Muy bien, muchas gracias” dijo Guillermo mientras sacaba la billetera y le pagaba.
Confiaba en acordarse de tantas indicaciones. Empezaba a arrepentirse de su negación al GPS, de esa tozudez con que rechazaba que una máquina le dijera por dónde tenía que ir. Recorrió unos cuantos kilómetros más. Quería llegar antes de que lo agarrara la noche. Sabía que no podría seguir manejando sin dormir, pero no quería perder un día más sobre la ruta, viendo sólo pastizales, algún que otro árbol y cuidando que no se le cruzara ninguna vaca.
Pasado el mediodía empezó a preocuparse. El paisaje no había cambiado mucho y de las indicaciones del mozo, sólo se acordaba la mitad. Pero podía jurar (o al menos estaba muy seguro) que en la primera bifurcación tenía que doblar a la derecha y después a la izquierda.
La camioneta Nissan seguía devorando kilómetros, pero la tranquera de La Escondida, fiel a su nombre, no quería aparecer. Si no encontraba pronto una estación de servicio, iba a estar en serios problemas. Y encima, el celular seguía sin señal.
Cuando el sol empezó a bajar y notó cuánto se alargaban las sombras, más que preocupación, empezó a sentir pánico. Era evidente que el mozo se había confundido. Claro, se confundió. Después pensó que Amanda le hubiera dicho: “no se confundió, vos entendiste mal, que es diferente”. Igual, admitir que se había equivocado no iba a servir de mucho en medio del campo, en un atardecer que le hubiera parecido hermoso en otras circunstancias, pero que ahora sólo anticipaba que se le venía la noche, literalmente.
De pronto ya no le importó llegar a destino, ni las razones que lo habían llevado a hacer ese viaje. Sólo quería un lugar donde parar, una comida caliente, una cama, una puerta que lo separara de la noche y la inmensidad de la llanura. Siguió unos kilómetros más. Se estaba resignando a parar al costado de la ruta y dormir en la camioneta, cuando lo vio. Pensó que era un auto de colección, un Torino reluciente que parecía nuevo. Estaba parado al lado de la ruta, bajo un farol que iluminaba un camino secundario. Iba a pasar de largo, cuando una mano le hizo señas. Había alguien junto al Torino.
-Hola, buenas noches. ¿Te puedo ayudar en algo?
-Se me quedó el auto y no tengo señal. ¿Me prestarías el teléfono?- era una morocha más que interesante, y miraba con unos ojos que Guillermo no podía ignorar, aunque la tentación de mirar un escote generoso fuera más fuerte.
-Me encantaría, pero tampoco tengo señal- (además de poca nafta, pensó preocupado)
La morocha no pareció hacerse mucho problema.
-¿Para dónde vas?
-Para Venado Petiso, pero en realidad estoy un poco perdido. Estaba buscando un lugar donde hacer noche.
La morocha se decidió rápido.
-A diez kilómetros de acá hay un pueblo. Ahí podés encontrar un hotel y si me llevás, puedo llamar a alguien que me venga a buscar.
-Bueno, dale- dijo Guillermo mientras destrababa las puertas para que ella pudiera subir.
Caía la noche y se pusieron en marcha. En el paisaje que se diluía en las sombras, Guillermo se preguntó si de verdad encontrarían un pueblo al final de los diez kilómetros.

martes, 2 de octubre de 2012

Un Imposible

Odiar, odiar lo que se dice odiar no, pero resistirme con toda la fuerza mental y física sí.
 
Muchas veces me he preguntado porqué esa fobia al idioma inglés .
 
Sería por lo del Peñón?

Sería por lo del barco inglés sombrío y ajeno (se acuerdan del viaje hacia Argentina).
 
Tal vez porque mis oidos se vuelven de piedra cuando el idioma que reciben carece de música.
 
O en aquella vida en la que fuí francesa, me tocó la Guerra de los Cien Años.
 
No se crean, yo le puse garra, voluntad e insistencia, pues repetí durante 20 años el primer año de inglés.
 
Al bueno de Mr. Burke profesor de mi colegio secundario, lo llevé al borde de la exasperación, hasta que abandonó … el colegio y la vida .
 
En la Cultural Inglesa, no recuerdo si me invitaron a abandonar el curso por propia voluntad o me acompañaron hasta la puerta.
 
En Berlitz tuve más suerte, Mme. Germaine era francesa, tomaba clases particulares que me costaban una fortuna y paseábamos toda la hora por los museos impresionistas, los poetas miserables y las calles de Paris.
 
En el Icana, como era americano, renové mis esperanzas y cuando los módulos pudieron conmigo, de ahí sí me fuí sin culpas, total eso apenas se parecía al verdadero idioma.
 
Y por fin llegó el International House, todo era inglés: el edificio, el Director. El profesor recién llegado de Londres se habrá preguntado muchas veces qué cuenta pendiente tendría con el destino para que le tocara lidiar en un país ya hostil de por sí, con una alumna imposibilitada de pronunciar correctamente una frase repetida hasta el agobio, que además con la mayor cara de inocencia le decía: es por culpa del francés.

Durante ese año, en los dias de clase hice 16 anginas, en el trayecto de ída choqué el auto dos veces y el propio Mr. Dower con una esforzada sonrisa de cortesía me despidió en la vereda, tal vez para asegurarse de que no volviera.
 
No insistí más ….. por un tiempo, pero un día alguien me susurró “LONDRES” y me embarqué en la British vuelo directo, sola, sin receptivo y sin siquiera un diccionario de bolsillo.
 
A los 20 minutos de despegar, llamé a la azafata porque necesitaba algo, nunca
me respondió, pues no hablaba español.
 
La realidad aterrizó en mi estómago como si el avión estuviera perdiendo altura
sin aviso.
 
Lo inmediato era encontrar con quien hablar en esas 16 horas, después vendría
la preocupación por resolver los 8 dias que pensaba quedarme en Londres, para
por fin irme a París hablando inglés.
 
Mi compañero de asiento iba a Londres para olvidar la muerte de su madre, un trabajo infame y el loco amor que sentía por una prostituta.
 
Aun cuando era bastante más joven que yo, resistió mi asedio con la paciencia de un monje tibetano. Cuando promediaba el viaje, me miró como saliendo de una ciudad sitiada y me dijo "me llamo Oscar".
 
Fué una semana maravillosa, el inglés era su idioma materno. No aprendí nada, pero conocí los circuitos no turísticos de una ciudad impresionante.
 
Yo le pagué la cifra que habiamos convenido, pero creo que apenas le alcanzó para el Grand Bordeaux que tomamos en la cena a la que me invitó mi última noche en Londres, en un barco sobre un Támesis excepcionalmente sin niebla
que casi me permitía rozar la Abadia de Westminster con la punta de mis dedos.
 
 
Ha pasado mucho tiempo y yo aún no me doy por vencida. Hace poco alguien me susurró "DUBLIN"
 
En Dublin se habla el mejor inglés.
 
Meb.
 
Mayo de 2012