domingo, 18 de noviembre de 2012

No habíamos quedado en nada


por Marina de la Serna

Me desperté con una sensación extraña. No era un día más. Creo que te mandé un mensaje de texto, a ver si nos veíamos a la noche, y tardaste en contestarme. O lo pensaste mucho o tratabas de cancelar cualquier compromiso que tuvieras.  Y me dijiste que sí, que claro, que cómo no nos íbamos a ver antes de…lo que fuera que fuera a pasar.
Era lunes. ¿O martes? No sé, pero era un día de semana. Todo el mundo andaba con uniforme de oficina: de traje los hombres y las mujeres de pollera a la rodilla o pantalón, blusa o remera de modal y saco a juego. Creo que no hacía frío. No, no hacía frío. Tampoco hacía calor. La primavera comenzaba a desperezarse, el aire era fresco y seco, como si nadie lo hubiera respirado, como si fuera nuevo, recién nacido, un aire lleno de promesas… Un día claro, un cielo azul, azul, ni una nube, un día dorado.
Pasé por el banco apenas abrió. Casi no había gente, pocos trámites, como si fuera la primera semana de enero y todos se hubieran ido de vacaciones. Saqué un poco de plata, no la suficiente para cerrar la cuenta. No le ví el sentido. Después de todo, ése era un día más. Y por eso, iba a ir directo a la oficina. En la Plaza San Martín las flores del jacarandá me distrajeron. Por una vez, me entretuve en cruzar la plaza, mirar los árboles y los caminitos teñidos de azul. Eran hermosos de verdad. Y era la primera vez que los veía.
Sonó el celular. Era mi mamá. Que si después del trabajo iba a pasar aunque sea un rato, para tomar unos mates y charlar. En ese momento no supe qué decirle. Supongo que sí. Que no sabía,  pero que tal vez sí.
De reojo, miré el reloj. Se hacía tarde. Me apuré a llegar al edificio de vidrio. Después pensé si tenía algún sentido apurarse en un día como ése, pero la costumbre de años pudo más.
La mañana pasó tranquila. Rutinaria. Nada para destacar, una jornada olvidable más. Alguien había traído facturas o cup cakes o las dos cosas, no me acuerdo bien. A mis compañeros les gustaba que hubiera cosas ricas para empezar el día. A eso de las 11 llamó mi hermano. Que si estaba bien, que qué iba a hacer a la tarde, que estaría bueno vernos un ratito, que a los chicos les iba a gustar jugar conmigo a la Wii. No supe qué contestarle. Después lo llamaba, cuando supiera si…y dije la primera excusa que me pasó por la cabeza. Algo que tenía que ver con encontrarme con mis amigas del colegio.
Cerca del mediodía le mandé un mensaje a Paula. Nunca podíamos juntarnos a comer al mediodía, pero ese día coincidimos. A la una y media en Juana M. El lugar estaba repleto, como si fuera el Día del Amigo o fin de año, pero nadie había hecho reserva. No sé cómo logramos encontrar mesa. Hablamos de todo, como siempre. Me contó de los problemas que le traía su hijo mayor, adolescente,  y de cómo disfrutaba ver bailar danzas árabes a su hija. Yo le conté de mi última desilusión amorosa y de mis sueños o planes para irme a vivir a Nueva York. También le conté de vos, le dije que tal vez te vería a la noche, pero que no me hacía muchas ilusiones. Y ella, siempre optimista, me dijo que sí, que seguro nos veríamos y que después la llamara para contarle. Pedimos el café y la cuenta, y nos separamos con promesas de llamarnos y vernos el fin de semana.
Volví a la oficina. La tarde voló. Literalmente. Eran las tres y de golpe eran las cinco. Saludé a todos los que aún quedaban en sus puestos a esa hora, y nos dijimos hasta mañana.
Cuando llegué a la calle, dudé. Podía ir al gimnasio, como siempre,  y como había sido mi intención cuando tomé el tren esa mañana. El sol empezaba a caer. Me fui a lo de mis padres, quería saludarlos, verlos, oírlos una vez más. Llamé a mi hermano, no iba a poder llegar a tiempo a su casa. Después me tomé el colectivo, y el celular empezó a vibrar, a sonar, a chillar, con insistencia, con impaciencia. Me di cuenta de que no era sólo el mío. Todos los celulares estallaban en alarmas, chicharras, música,  mil sonidos que llenaron la ciudad. El mundo entero hablaba por un celular. Con los amigos, la familia, los compañeros de facultad o del trabajo, los novios y las novias, la gente que estaba peleada o distanciada y hacía ya mucho que no hablaban.
Cuando atendí, en el medio del ruido de mil voces, pude escuchar perfectamente tu voz, la que más me importaba en ese momento.
-Hola! Nos vemos? Puedo pasar por tu casa?
-Claro! Llego en diez minutos. Te espero. Tengo un  pinot noir de aquéllos…
 Llegaste enseguida. Al principio no hablamos mucho. Me parece que no sabíamos qué decir. Descorchamos la botella, y nos sentamos en el balcón hamacando las copas en la mano. La noche era clara. Se veían todas las estrellas que cabían en el cielo y una luna redonda y muy brillante nos miraba. Nos contamos qué habíamos hecho durante el día. Que había sido un día normal, como cualquier otro, nada especial. Y que estaba bien que fuera así.
-Te vas a ir a dormir temprano?
-No, no creo….bueno, no sé en realidad… - te miré, pero me costó sostenerte la mirada. Toda la melancolía, esa sensación de tristeza, de fin de fiesta que había mantenido a raya durante todo el día, empezó a invadirme, de a poco, como la marea cuando sube.
-Para mí es muy simple – dijiste, mientras apoyabas la copa en el piso –Sabemos que ésta es la última noche. Y vamos a pasarla juntos.

martes, 13 de noviembre de 2012


Babel
Por Camila Baux

La primera vez que lo escuchó no le prestó atención. Tan solo le golpeó la espalda con suaves golpes como cuando roncaba. Fue una noche de Agosto cuando Pablo comenzó a hablar en sueños. Se acuerda que fue la misma noche que fueron al estadio a ver fútbol americano. A esa primera noche les siguieron todas y lo que fue un comentario gracioso al desayuno se convirtió al poco tiempo en un tema tabú que jamás se atrevió volver a mencionar. A la tercera noche, Flavia quedó atónita en la oscuridad acurrucada en su lado izquierdo de la cama. Pablo hablaba en francés. Desde que lo había conocido en una fiesta hace cuatro años en Tribeca nunca supo que sabía otro idioma además del inglés y el español. Al día siguiente intentó hablar en francés pero él se excusó diciendo que ese idioma era una tarea pendiente en su vida. Flavia enmudeció. La pronunciación había sido perfecta.
Al poco tiempo de salir, Pablo se había mudado a su departamento en Nueva York. En verdad siempre intuyó que Pablo tenía sus secretos y misterios, pero a ella nunca le importó, porque ella también tenía los suyos. Aunque sus amigas le dijeron que era muy pronto, ella siempre fue de disfrutar el presente y hasta esa noche no se había arrepentido. Lo de hablar en los sueños no llamaba la atención a nadie, y en verdad alejada ya de sus amigas Flavia no sabía con quien consultar. Apenas lo escuchaba a él dormirse, se iba a la cocina o prendía la tele sin volumen. Tímidamente regresaba al cuarto para escuchar que decía en los sueños. La carcomía una angustia que no cesaba. Quería saber pero no quería escuchar. Caminaba descalza por el departamento y se refugiaba en la cocina comiendo galletitas o tomando un té de Valeriana. A veces dejaba la puerta entreabierta y escuchaba sentada en el sillón de cuero marrón tapada por la manta. Una noche entró en pánico. Ya no escuchaba susurros sino órdenes como sentencias militares y por primera vez vio lo que era Pablo enojado, o mejor dicho sacado. Salió corriendo a la cocina y se quedó mirando la pantalla de la notebook apagada. Ese día decidió que debería llevar un diario, registrando todo lo que decía Pablo en sueños. Empezó un archivo bajo el nombre de Babel y lo protegió con contraseña. Tecleaba nerviosa cada palabra, escuchaba a Pablo moverse en la cama de un lado al otro sin despertarse. Un grito, le hizo cerrar la compu de inmediato. Petrificada le escuchó repetir  en francés: Mourez Tous! Mueran Todos!
            A la mañana siguiente, se fue a la oficina antes de que Pablo se levantara y le dejó un cartelito en la heladera. Se tomó un café en el bar de la esquina y por primera vez en mucho tiempo se sintió sola. No solo en aquel bar, mirando la gente pasar desde la ventana sino en la vida, lejos de amigos, lejos de su familia. Cuando llegó al trabajo tenía tres llamados de Pablo que decidió ignorar.  Llegó más temprano al departamento, necesitaba hablar tranquila con él. No encontró la paz que buscaba sino todo lo contrario. Apenas dio vuelta la llave, vio gente extraña. Eran unas seis o siete personas sentadas en el piso tomando agua de sus vasos de colores. No se inmutaron al verla entrar. Los tres segundos que se quedó inmóvil parada en la entrada escuchando a todos hablar francés le parecieron un limbo eterno. Pablo apareció desde la cocina con galletitas y al verla se acercó en cámara lenta como examinando su reacción. Le besó la frente y dijo que estaba reunido con amigos de la infancia. Ella, bajó la cabeza y sin mirarlo a los ojos se excusó con que debía ir al gimnasio. Salió de nuevo  la calle, con su vestido ajustado azul y sus tacos aguja Jimmy Choo.
Flavia ya no se acuerda en que momento se convirtieron en extraños. Como de común acuerdo habían aceptado que cada cual hiciese su vida. El traía gente extraña a toda hora, sin avisar. Ella salía escurridiza del baño al gimnasio evitando las miradas de aquellas personas que se instalaban en su sillón de cuero. Cada vez que daba vuelta la llave del departamento temía ver con quien se encontraba. Ansiaba volver a la tranquilidad de antes cuando salían a caminar por el central park tomados de la mano como gente normal. ¿Pero, quién era normal en Nueva York? El diario de Babel se había convertido en una obsesión. Había remplazado el té por café expresos, y las galletitas por cigarrillos Marlboro. Las madrugadas se volvieron su pesadilla tecleando coordenadas, nombre de monumentos, órdenes de fusilamientos y palabras que se repetían a lo largo de las noches.
El martes después de comer sola, porque Pablo había salido, aprovechó para dormir un rato. Últimamente sentía un cansancio sofocante que sus ojeras hundidas negras no podían negar. El estado de alerta constante se había convertido en una paranoia, que reconocía en sus actos, pero algo le decía que debía estarlo. Cuando llegó se hizo la dormida, y esperó que se fuera a la cama. Pablo se fue al baño se lavó las manos y la cara con mayor cuidado que de costumbre y sin hacer mucho ruido se fue de nuevo en el living. Flavia comenzó a escuchar susurros. Se reincorporó y sigilosamente se acercó al borde de la cama. Era la primera vez que lo veía rezar en árabe. Tirado sobre una colchoneta con la cabeza entre sus brazos al ras del piso. Rezaba cánticos musulmanes y alzaba sus brazos al son de ellos. Compenetrado en su rito no vio la cara de horror de Flavia en la oscuridad mientras repetía Allah, Allah, Allah. Flavia se quedó sin aire, volvió a taparse y todo su cuerpo empezó a temblar sin poder controlarlo. Se quedó en posición fetal llorando en silencio.
A las seis de la mañana salió a trabajar. Desde la oficina le mandó un mensaje de texto a Pablo anunciando que esa noche debería viajar por  trabajo a Philadelfia. Marcó send y suspiró dejándose llevar por el balanceo hacia atrás de su sillón. Miraba los rascacielos grises perderse en el cielo. Necesitaba un tiempo fuera de Nueva York, bien lejos de Pablo. En el trabajo fue sencillo armar un viaje a la casa matriz con poca anticipación y su jefe estaba contento por la iniciativa. Volvió temprano a casa para hacer la valija. Aliviada comprobó que Pablo no estaba y tenía todo su departamento para ella en calma y paz. Hizo su valija con más ropa de la que necesitaría y empezó a limpiar un poco el living que ya el polvo cubría toda la biblioteca. Con la franela daba golpecitos a los libros y los estantes hasta que en un descuido cayó al piso el pájaro azul que Pablo había traído de un viaje. Le había dicho que esos objetos eran de la buena suerte y traían armonía al hogar. El azul lo había colocado en el living, el rojo en la cocina, y el blanco en el dormitorio. Miro el piso y vio el objeto hecho trizas en el piso. Al juntar los vidrios azules comprobó un pequeño artefacto negro que estaba en su interior. Parecía una camarita oculta, igualita a su webcam pero en miniatura. Salió corriendo y se encerró en el baño. Allí no había ningún objeto, miro por todos lados para ver si veía algo raro, algo nuevo y nada. No entendía nada. La cabeza le funcionaba a mil. ¿Por qué la espiaba Pablo? ¿En quien se había convertido? Estaba confundida no sabía que debía hacer, lo único que sentía era miedo. Miedo que le atravesaba el cuerpo y la tenía prisionera. Debía limpiar todo y no dejar rastros del accidente. Su celular sonaba, un mensaje de Pablo que le decía: “Te llevo al aeropuerto en minutos llego a casa”
El viaje hasta el aeropuerto fue incómodo. El único que hablaba era el taxista y tan solo escuetas palabras del tiempo y del frío que se pronosticaba en la radio. Flavia creía que lo conocía.  Miraba por el retrovisor la cara. Creía que esos ojos oscuros los había visto antes. Llegó a pensar que era unos de esos amigos de Pablo que había estado en el departamento sentado en el sillón. Cerró los ojos, no veía la hora de salir corriendo del auto y embarcar. Con las manos escondidas bajo sus muslos, y sentada bien cerca de la ventana se mantuvo rígida, casi sin moverse la hora entera que duró el viaje. 
̶  A tu vuelta debemos irnos de viaje ̶ le sugirió Pablo
Como una sombra, Pablo la acompaño hasta hacer el check-in y la entrada a migraciones y se despidió con un beso que Flavia no respondió. Sin mirar atrás ella se perdió tras las puertas detectoras. Luego de pasar la seguridad se quedó frente al vidrio viendo los aviones aterrizar hasta que la pista quedó a oscuras. Llamó a los padres, que vivían en Chicago y les dejó un mensaje. Se ubicó frente a un monitor en la sala de al lado mirando la gente pasar.  Escuchó su nombre por el autoparlante: Flavia Menéndez, por favor acercarse a puerta número 15. Su nombre retumbaba en el pasillo. Una, dos y tres veces lo escuchó retumbando en la sala interrumpiendo el silencio. Finalmente escuchó el último llamado de embarque con su nombre y después hubo paz. Se quedó sentada mirando como cerraban la puerta y retiraban el cartel del vuelo. Frente al monitor esperó la confirmación de despegue. Cuando aparecieron las letras blancas DEPARTED en el monitor azul, sintió alivio dejando caer todo su peso por primera vez en la silla.
Durmió acurrucada en una fila de tres asientos que encontró libre. A las tres de la mañana cuando se despertó en la tele del kiosco de revistas pasaba la noticia del momento. Imágenes de humo y fuego acapararon todos los monitores visibles. Una bomba había explotado en un avión. Flavia comenzó a llorar llevándose las manos a la cabeza. Varios pasajeros en tránsito compartían la angustia. No era cualquier avión, era el vuelo 382 AA a Philadepfia. Su vuelo. Había una foto de un sospechoso. No dudaba, era Pablo.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

EL MALETÍN DE LA GOROSTIAGA


EL MALETIN DE LA GOROSTIAGA

Por Alejandro Anderlic

Es muy fácil opinar sobre lo que tendría que haber hecho Matías, cuando uno lo observa desde afuera del cuento, sabiendo cómo va a terminar. Pero para Matías, todo era mucho más difícil. Para el protagonista, siempre todo es mucho más difícil.

Quizás Matías podría haber estudiado un poco más. Podría haber llegado al colegio un poco más tarde. O al menos debería haberse quedado esperando un rato en la vereda, hasta que llegaran sus compañeros. No tendría que haberse metido en la clase. Y tendría que haber evitado abrir el maletín de la Gorostiaga y leer ese papel.
Había llegado la fecha, dos de diciembre. El día en que Matías no podía fallar. Tenía que dar examen de Historia y sacarse un diez, para que le diera el promedio. Era su última oportunidad de no perder el año. En realidad, perdería mucho más que eso. Se quedaría sin el viaje a Europa con sus mejores amigos. Se quedaría sin el regalo que hacían sus padres a cada hijo que egresaba (a su hermano mayor, dos años atrás le compraron la moto y Matías ya había insinuado qué le gustaría recibir). Pero lo que más angustiaba a Matías era no poder cumplir la promesa que le había hecho a su abuelo cuando se murió este invierno: que se iba a recibir a fin de año para arrancar la facultad en marzo y un día llegar a ser un gran médico, como él.
Casi no había dormido la noche anterior. Tuvo decenas de pesadillas. Se cayó en cámara lenta por todos los precipicios del mundo y se imaginó varias veces sentado frente a la Gorostiaga con la mente en blanco, sin saber qué contestar a sus preguntas, a cuál más difícil. Aunque había estudiado y repasado varias veces, sentía que todas las páginas del libro estaban mezcladas en su cabeza, como si se hubieran caído al piso y alguien con maldad las hubiera reenumerado al azar. Llegó a pensar que quizás todo eso fuera parte de un plan macabro de la Gorostiaga.
Partió de su casa al alba. En el colectivo sólo iban él, el chofer y una señora que dormía en el último asiento. Llegó a la parada del colegio a las seis y veinte. Cuando se bajó, la cuadra estaba desierta. El portero recién había terminado de baldear la vereda.
Matías nunca fue muy buen alumno. En realidad, desde primer grado competía codo a codo con Germán Rosales por el título del más bestia de la clase. Varios años ganó él. Otras veces, ganó Rosales. Pero cuando Rosales fue invitado por la Directora a cambiarse de colegio, Matías dejó de tener competencia. Sus padres le ofrecieron varias veces pasarse a un colegio que fuera “más para él”. Pero Matías no quería perder a sus amigos. Aún a costa de saber que si pasaba de año, era por milagro. O por compasión. O porque las autoridades no querrían quedarse sin cobrar una cuota, en los tiempos que corren.
El portón de hierro estaba entreabierto, como invitando a pasar. Aunque faltaba como media hora para que lo abrieran oficialmente, Matías resolvió aceptar la invitación anónima. Sin hacer ruido. En el patio central no vio a nadie y lo cruzó, decidido. Había movimiento en la casa del portero y la luz de la Dirección estaba encendida.  Escuchó unas voces, que parecían venir de la Sala de Profesores.  Parecían ser la de la Directora y la de la Gorostiaga, su verdugo.
Fue directo hasta la clase, que estaba al final del pasillo. Ahí también la luz estaba prendida. Entró despacio, maldiciendo el chirrido de la puerta de madera. Por suerte, nadie lo notó. Se acercó a su banco, que estaba en la última fila, contra la pared. Trató de ordenar las ideas, al menos alguna idea. Era imposible. Intentó calmarse y rebobinar. Sólo le venía a la mente un dibujo de la cara de Rosas y la foto del cajón y el cortejo de un presidente que le había llamado la atención en el libro de Historia. Nada más.
Levantó la mirada. Ahí estaba el maletín, sobre el escritorio del profesor. El maletín naranja de la Gorostiaga. El que ella acarreaba siempre, no importaba cómo estuviera vestida. La Gorostiaga nunca se despegaba de su maletín. Lo llevaba con ella a los recreos y a los actos. Algunos dicen que hasta iba al baño con el maletín.
Matías caminó hacia el frente del salón y se paró delante de la tarima. El maletín brillaba de una forma especial, como si guardara algo poderoso. Lo pensó un par de veces pero trató de sacarse la idea de la cabeza. No podía abrirlo. A lo mejor, adentro no había nada importante. O quizás sí. Tal vez lo pescaran en el intento y entonces no iba a saber qué decir.  Pero su mano derecha no podía resistirse y empezó a estirarla, de a poco, hasta que alcanzó a tocar el cuero naranja.  Miró su reloj. Todavía faltaban diez minutos para que abrieran el portón. Entonces, tomó el maletín con fuerza, con las dos manos. Y empezó a abrirlo lentamente.
Adentro había una carpetita transparente que guardaba, impresos en hojas rayadas, los exámenes que les iban a tomar. Estaban prolijamente ordenados por orden alfabético, con el nombre de cada uno escrito a mano, del puño y letra de la Gorostiaga. Eran veinte preguntas, multiple choice.  Las preguntas eran muy tramposas. O quizás demasiado difíciles para él. Matías intentó resolver la primera, pero no tenía ni idea. Corrió a abrir el libro tratando de encontrar la respuesta, pero no pudo.
Entonces encontró otra hoja, en el bolsillo de atrás del maletín. Una hoja de papel color rosa, con una guarda de flores. Matías la sacó con mucho cuidado. En esa hoja, estaban ordenados los números del uno al quince en forma vertical. Junto a cada número, había una letra.  Del otro lado de la hoja, estaban las otras cinco preguntas y sus respuestas. Pero también había algo escrito a mano, con otra letra. Matías pudo reconocerla: era la letra de la Directora. Empezó a leer, sin poder creer que la destinataria de toda esa locura de pasión y poesía fuera su profesora de Historia. “Amada Matilde”, como la Directora llamaba en esa carta a la Gorostiaga.
Matías se apuró a copiar en su libreta de apuntes las veinte respuestas del examen. Dejó de nuevo todo acomodado adentro del maletín y salió al patio. Justo en ese momento, se abrió el portón y el colegio se llenó de uniformes azules. Matías y sus compañeros entraron a la clase. Antes que ellos, ya había entrado la Gorostiaga. En el aula había un silencio sepulcral. Ella evitó darles el buen día, pasó lista y repartió los exámenes. Los chicos se miraban confundidos entre sí y la Gorostiaga los observaba por encima de sus lentes, con una sonrisita socarrona.
Matías sabía que necesitaba el diez. Sacó su libreta sin que la Gorostiaga se diera cuenta y empezó a copiar las respuestas. Cuando llegó a la veinte, se frenó de golpe. Era imposible que alguien pensara que precisamente él, el más bestia entre los bestias, pudiera haber hecho todo bien. Quizás si contestaba al menos una mal, su pecado de indiscreción no quedaría en evidencia. Tal vez así, diecinueve aciertos serían vistos como la mejor prueba de su esfuerzo. O como un golpe de suerte.  Así, Matías cambió la respuesta de la número doce, entregó la hoja y salió al recreo.
Al regreso del fin de semana, recibieron los resultados. En general, las notas no fueron buenas. Todos los compañeros se levantaron de sus bancos a saludar a Matías por su diez. Matías hizo un tremendo esfuerzo por festejar orgulloso y con naturalidad, mientras la Gorostiaga pedía orden y silencio. Cuando todos se habían callado, la Gorostiaga se acercó al banco de Matías y le dio un cálido apretón de mano. Ella lo miró a los ojos pero Matías no pudo sostener la mirada. Mientras todos aplaudían, la Gorostiaga, en voz muy baja, le pidió que antes de partir para su casa pasara por la Dirección, que ella y la Directora tenían que decirle algo.