martes, 11 de diciembre de 2012

ACCIDENTE


por Marina de la Serna

Se acercaba el mediodía. El ascensor se paró en el piso catorce. Alfredo Ortiz del Campo (más conocido como El Embajador), se bajó mientras atendía el teléfono que había empezado a sonar un piso más abajo. Entró apurado a la oficina y cerró la puerta, casi sin mirar a la secretaria, que aguardaba con el listado de toda la gente que lo había llamado durante la mañana y con el recordatorio diario de una agenda cargada.
La secretaria no esperó a que sonara su interno. Llamó al ordenanza y le pidió el café para el jefe. El ordenanza apareció al rato. Era un hombre grande, en más de un sentido. Algo más de ciento veinte kilos se repartían en un metro setenta, caminaba apoyando todo el peso en un pie y luego en el otro, sosteniendo la bandeja con los pocillos y con una pipa que le colgaba de la comisura derecha del labio. A veces, en el café aparecían flotando rastros de ceniza.
“Nena, el jefe está en la oficina?” preguntó al entrar con la bandeja haciendo equilibrio y la pipa a punto de caerse sobre un cortado sin azúcar.
La secretaria sólo pudo asentir: todas las luces de la centralita telefónica estaban encendidas y ella hacía malabares para no perder ninguna llamada.
Al rato, Alfredo Ortiz del Campo salió eufórico de su despacho, llamando a sus colaboradores, sus hombres, su mano derecha, su equipo, su cohorte de aduladores y chupamedias para anunciar que el Congreso había aceptado ratificar el Protocolo de Uagadugu sobre la Emisión de Gases Tóxicos, Basura Cibernética y Afines. Para celebrar se fueron todos a almorzar al Sofitel de la calle Arroyo, donde brindaron con el mejor champán extra brut que figuraba en la carta de vinos.

El Gol zigzagueaba por la Panamericana, tratando de seguir el carril rápido. En el asiento de atrás, todos cantaban a grito pelado el hit que salía por los altoparlantes. Al volante, Juan Marcos peleaba por mantener una mínima lucidez, que se le escapaba por momentos, después de hectolitros de cerveza y las tres cuartas partes de un porro.
La noche había empezado temprano, con los chicos destapando las primeras cervezas en la cocina de la casa donde todavía vivía con sus viejos. A medianoche había sonado el celular. Era Ernesto. Cortó sin atenderlo. No iba a hablar con él mientras una banda de energúmenos contaba con todo detalle y a los gritos las últimas hazañas sexuales del sábado anterior. Después salieron para el boliche. Uno sugirió ir hasta Pilar. Tenía entradas para un lugar que le habían dicho que se ponía muy bueno y donde iban minas más grandes.
A las seis de la mañana se prendieron las luces y los de seguridad los echaron sin tener que recurrir a la fuerza bruta.
Juan Marcos agarró el volante. No era la primera vez. De alguna manera, el Gol se manejaba solo hasta el garaje de su casa, igual que el Auto Fantástico. Pero por alguna razón, esta vez no sintió la misma confianza ciega. Hasta Olivos todo estuvo  relativamente bajo control. Entonces se les cruzó la camioneta. En el tiempo de un parpadeo Juan Marcos pegó un volantazo y terminaron incrustados en los pilares de cemento que hay en el medio de la Panamericana.

La semana siguiente al festejo en el Sofitel, Alfredo Ortiz del Campo llegó un par de días tarde a la oficina, despachó un par de asuntos y se fue temprano. Y un día, directamente no apareció. Después volvió a la rutina y la secretaria volvió a pasarle los habituales llamados de su esposa y sus seis hijos.


A Juan Marcos le llevó meses recuperarse del palo en la Panamericana. Por milagro, él y todos sus amigos seguían vivos. Ernesto lo llamaba todos los días e insistía en ir a verlo. Juan Marcos se negaba, no quería ver las miradas inquisitivas de su madre y sus hermanas, que se preguntarían de dónde salió ese amigo de Juan Marcos, un desconocido demasiado solícito. A su padre lo vio sólo un par de días, y apenas lo registró entre el sopor de la codeína.
Cuando faltaba una semana para que le dieran el alta, Ernesto apareció en el hospital. La madre y las hermanas no hicieron comentarios. Juan Marcos se incorporó en la cama, lo saludó con una media sonrisa y le soltó un seco “hola, cómo estás”. El otro, que iba a saludarlo con un beso en la mejilla, se quedó cortado a mitad de camino. “Bien, me alegro que estés mejor”, le contestó, frío. “Vine un rato a ver cómo estabas. Me están esperando, en media hora tengo una reunión de laburo”. Y ahí se acabó la visita de Ernesto.
Esa noche, recibió un mensaje de Juan Marcos: “Perdoname, voy a a hablar con mi familia en cuanto vuelva a casa. Te amo, sos mi vida”.


“Embajador, cómo está su hijo?” preguntó uno de sus colaboradores.
“Bien, bien, gracias” respondió Alfredo Ortiz del Campo sin dar mayores explicaciones.
La secretaria oyó la conversación y se quedó pensando en las llamadas habituales de la familia. Desde el accidente, el único hijo que no había vuelto a llamar a la oficina de su padre, era Juan Marcos.

viernes, 7 de diciembre de 2012

GÉLIDAS


GÉLIDAS

Por Alejandro Anderlic

Pasaron tres semanas y a Gaspar todavía le dolía la mano. Había dado un tremendo golpe en la pared, un minuto antes de pegar el portazo. (¿Por qué será que tantos de nuestros cuentos tienen portazos..?). Hundió el puño derecho en uno de los azulejos de la cocina y lo dejó partido en ocho, formando una tela de araña de mentira. El desayuno, a medio servir, enfriándose sin remedio por otra discusión precipitada.  El mantel tendido, granos de azucar desparramados sin querer, dos tostadas de pan negro mordidas y un cuchillo con queso untable en la punta. Una botella de vodka, medio vacía, en frente a la silla donde siempre se sentaba Gaspar.

Esa mañana no había luz. La habían cortado el día anterior. Desperfectos técnicos en el barrio. Una vela prendida, en el centro de la mesa. Molly quería llorar pero no lloraba. El plato que tiró al piso hizo que se cortara un dedo pulgar. Frenó la sangre con una servilleta de papel. Unas cinco gotas cayeron al piso. Quedaron ahí, en el piso. Ella apoyó la espalda sobre la mesada y se quedó mirando hacia abajo, hacia nada.

La beba dormía en su cuna. Cada tanto se sonreía, mientras mordisqueaba el chupete. Soñaba con angelitos de brillantina y estrellas de cristal, en un planeta tan desconocido para sus padres. Por suerte, ni notó los gritos y siguió un largo rato con los ojos bien cerrados. La gata siamesa de Molly también dormía.

Gaspar se desintegró. Desapareció del mundo de Molly con el portazo. Sólo se llevó lo puesto y la botella, que le alcanzó para un par de horas. Estuvo una semana sin comer ni dormir. Pensando. Rebobinando. Imaginando. Queriendo. Riendo. Proyectando. Llorando y vomitando. Por fortuna, la segunda semana ya había vuelto a desayunar. Café y tostadas de pan negro con queso untable, en algún lado, todos los días. Sólo comía por la mañana, siempre lo mismo. No era en su casa. Alguien lo cuidaba.

Quisieron que pasara en la tercera semana. Gaspar tenía que ver a Molly y a su beba de nuevo. Eran las siete y media de la mañana. Quiso darse un baño en una de las fuentes de Córdoba y 9 de Julio. Fue uno de los mejores baños de su vida. Tiró su ropa vieja en el cordón de la vereda y se puso un traje impecable. Con moño, bastón y sombrero. Zapatos negros sin cordón, con hebilla dorada.

Tocó el timbre varias veces. Nadie abría. Se asomó por la ventana y vio todas las luces apagadas. Entonces entró por una de las ventanas, que estaba entreabierta. Prendió la luz del comedor y llamó a Molly. Molly no contestaba. Había feo olor. También prendió la luz del pasillo. Todo estaba igual que cuando se había ido. Pero con feo olor. El piso de madera tenía una capa de hollín de días y había varias telarañas colgando de la parte más alta de las paredes. Una era muy parecida a la del azulejo. Se miró el puño, que estaba morado y todavía le latía. Le sorprendió ver sobre el sillón una palangana llena de trozos de papel con restos de sangre, mezclados entre decenas de tostadas.

Cuando entró a la cocina, la vio a Molly. Estaba apoyada con la espalda sobre la mesada, mirando para abajo, mirando nada. Molly levantó la vista y le sonrió. “Volviste, Gaspar. Yo sabía que algún día ibas a volver”.  Sobre la mesa, había una vela recién encendida. Molly se cubrió el pulgar con una servilleta de papel para parar las gotas de sangre fresca, que caían al piso. Serían unas cuatro o cinco gotas. El mantel estaba tendido. Dos tostadas recién hechas, café humeante y queso crema. La azucarera, cerrada. La botella, vacía.

Gaspar apoyó el bastón y el sombrero sobre una silla y se acercó a ella. Molly no quiso hacer preguntas. Gaspar tampoco. El abrazo duró varias horas. “Te estábamos esperando, Gaspar. Yo sabía que algún día ibas a volver. La beba te está esperando.”

Molly lo tomó de la mano y lo llevó hasta la heladera. Abrió la puerta del freezer y sacó dos bandejas. En una estaba la beba, que seguía durmiendo. En la otra, la gata siamesa de Molly. Molly sacó con mucho amor las dos bandejas y las apoyó sobre la mesa. Mientras tomaban el desayuno, se sentaron a esperar, uno junto al otro.

La beba tardó varias horas en descongelarse. Cuando estaba anocheciendo, abrió un ojito, luego el otro y le sonrió a su mamá y a su papá. Gaspar la alzó y la apoyó contra su pecho. Le mojó un poco la camisa blanca, que igual lucía impecable. La gata siguió durmiendo. La vela ya estaba consumida, pero no hizo falta encender la luz. La habitación se había llenado de estrellas de cristal y angelitos de brillantina.