martes, 28 de agosto de 2012

Acero toledano


ACERO TOLEDANO

por Marina de la Serna

Ernesto se fue un lunes. Me acuerdo porque yo me levanté temprano para dar clase en la facultad. Siempre me tocaban esos horarios de cátedra que parecían diseñados por un sádico resentido de la vida.
Cuando volví a la tarde, el pasillo que daba a la puerta de entrada estaba vacío. Las valijas y el carrier ya no estaban.
Cerré la puerta y respiré hondo. El aire de la casa había cambiado. La sensación claustrofóbica que me acompañaba hacía tiempo, había desaparecido. Sólo en ese momento comprendí que había recuperado el control de mi vida y que era libre.
Esperé hasta el fin de semana para ordenar y volver a tomar posesión de placares y cajones. Deseaba que Esteban no se hubiera olvidado ni una media ni mucho menos alguna de esos caprichos que él coleccionaba .En todos sus viajes al exterior y en cada lugar donde estaba destinado recorría cuánta casa de antigüedades y mercado de pulgas había, para conseguir llaves raras o antiguas.
La bronca fue dejando paso al alivio. Yo no sabía que podía sentir tanta bronca, que una furia asesina me llevaría a estrellar todas las botellas de Chivas y de Johnny Walker que Esteban guardaba en el mini bar. Para las visitas y los amigos, decía, pero bien que se las bajaba él solito cuando llegaba tarde de la Cancillería (o sea, casi todos los días).
Después de veinte años de matrimonio con un diplomático de carrera, había cosas que ya sabía que venían en la letra chica. Nadie muere mocho, decía una amiga mía. Pero enterarme de un día para el otro que en cuarenta y cinco días teníamos que estar en Shanghai, y que Esteban se llevaba también a Valeria, su amante secretaria o secretaria amante, para trabajar con él, fue demasiado. Lo de la amante, digo. Lo de Shanghai ya era rutinario, y si bien al comienzo estaba buena la adrenalina de levantar toda la casa para irse a vivir al culo del mundo, ya me hinchaba un poco tener que cambiar de vida en un mes y medio, como cuando nos fuimos a Irán y me tuve que acostumbrar a taparme con un pañuelo cada vez que salía a  la calle si no quería terminar en cana. Con el agregado de que esta vez, Esteban no me había consultado. Ni siquiera me avisó, llegó un día y me dijo:
-Querida, salió la resolución, nos vamos a Shanghai.
-¡Perdooooón!!!! A dónde????? Y me lo decís tan campante??? ¡Si nunca me dijiste que pensabas pedir destino!!!!- le grité.
Pero ahí no le rompí las botellas de Chivas. Fue cuando me confirmó (porque se lo pregunté) que Valeria viajaba también. Y recién en ese momento me di cuenta que lo que de verdad me tenía harta era vivir haciéndome la boluda y bancarme la doble vida de mi marido.
Está bien. El papel de la cornuda consciente no era muy feliz, pero yo sabía que había casos peores. Como el de Adriana, la mujer de Pérez Garmendia (que había ingresado a la carrera con Ernesto). Después de diez años de casada y dos hijos, se enteró que el marido era gay y tenía una historia con el jefe.
-¡A Shanghai te vas solito, vos y esa yegua del orto!-creo que le dije cuando no encontré más botellas para estampárselas contra el parquet.
Después, ya ni me acuerdo que me contestó. Empezó a hacer los trámites y a embalar cajas. Yo tachaba los días en el calendario. Esos cuarenta y cinco días, que es el plazo para efectivizar el traslado, no se me pasaban más. Ellos dicen así: efectivizar el traslado. Para mí cada mudanza era un tsunami que me dejaba sin aire, entre análisis médicos, contratar a la mudadora y rezar que todo entrara en el container y llegara intacto a destino, además de buscar dónde íbamos a vivir.
Pero al fin, Esteban se fue.
Me tomé todo el tiempo del mundo para reorganizar el placard. Empecé por los cajones, no se puede creer la cantidad de cosas que se pueden meter en un cajón: bombachas, corpiños, pañuelos, pashminas, bufandas, guantes, collares… En el último encontré una caja de forros. Intacta. Se ve que no llegó a estrenarla, el imbécil. La tiré bien lejos, aunque por un segundo pensé que en algún momento me podía sacar de un apuro.
Terminé con los cajones, y seguí con la parte de arriba del placard. Me trepé a la escalera para llegar hasta el fondo y pasarle un trapo. Y ahí sí me llevé la sorpresa.
Toqué algo alargado y duro. Era un poco pesado. Lo saqué con cuidado y me quedé mirando la empuñadura y la vaina de una espada de acero, grande, pesada. “Ay, no, este tarado se olvidó la espada”, pensé. Y enseguida se me ocurrió que tal vez no se la había olvidado. Esa espada era lo único que quedaba de la época en que éramos felices (o yo por lo menos creía serlo). Se la habían regalado a Ernesto cuando estuvo destinado en España. Un diplomático de Arabia, me parece. Acero toledano auténtico. Esas cosas que no tienen precio, o sí: seguro valía como un auto. A mí mucho no me gustaba, no pegaba con el mobiliario y ocupaba toda la pared más larga del departamento. Con el tiempo y las mudanzas, terminó guardada en bauleras y placares.
-Por qué no se la habrá regalado a la conchuda ésa – pensé. Aunque mejor, yo se la podría haber partido por la cabeza.
Me bajé de la escalera, fui hasta el mini bar, puse la espada sobre el sillón, me serví una copa de vino (esas botellas estaban intactas, yo era la que tomaba vino, a Esteban no le gustaba, aunque tuviera que tragarlo en las cenas y almuerzos de trabajo).
Me quedé mirando la espada un rato largo. Terminé el vino y todavía no me decidía que iba a hacer con semejante recuerdo o regalo o aún no sabía bien qué.  La primera idea fue venderla (podía llegar a cambiar el auto por un Mini Cooper), pero algo me contuvo. Una toledana. Creo que era la primera vez que me detenía a mirarla de verdad. De repente me acordé de muchas cosas, recuerdos, ideas, que ni sabía que tenía. La espada me hablaba de sueños olvidados, aventuras a la hora de la siesta, películas en la tele un sábado a la tarde, libros que contaban historias fantásticas donde las espadas siempre tenían un nombre poderoso. Y también era testigo de la complicidad que un día había existido entre Esteban y yo.
En los días siguientes empecé a anotar mentalmente todas las cosas que tenía ganas de hacer y que por seguirlo a Esteban en su vida nómade no había podido concretar (al menos durante un plazo de tiempo que superara los seis meses). Lo único que había logrado hacer con cierta rutina era aprender idiomas, y seguir perfeccionando el japonés o el farsi no me entusiasmaba. Así, descubrí por casualidad un gimnasio donde, además de las clases de Pilates y body pump, daban clases de esgrima. Fui una vez a probar, y terminé yendo tres veces por semana (era muchísimo más barato que la terapia y ni hablar de la catarsis que se lograba empuñando un florete). 
Pero al final me incliné por el sable. Es más pesado y me recuerda a la toledana que ahora me mira desde la pared del living,  frente al espejo de marco de ratán que compré en el Tigre, el día en que conocí a Pablo mientras elegía los muebles para mi nuevo departamento.

El tranque por Gustavo J Di Maggio

Carlos Arias. Abogado panameño,  tardaba más de una hora en llegar a su oficina, desde su casa en las afueras de la ciudad. El camino siempre repleto de autos por la falta de transporte público, era algo a lo que todos  habían aprendido a incorporar en sus vidas. A media hora de marcha  cruzaba  la ciudad vieja y luego de andar  pocas cuadras ya se podía divisar las torres altas del  centro financiero, que contrastaban con los caseríos antiguos dónde el pirata Morgan solía emborracharse.
Las torres de vidrios oscuros  y la vida  a sus alrededores  eran producto de un sistema de excepciones  impositivas que habían traído progreso. Pero los logros del bienestar que generaba la plata que no resistía muchas preguntas,  se repartía  entre los menos  y a pocas cuadras.
La ciudad vieja carecía de la infraestructura básica, el agua, las cloacas, el gas y sus habitantes de salud, de seguridad y educación.
La noche llegaba a la ciudad vieja para cambiar la rutina de sus habitantes. Los forasteros sabían que no podían ingresar sin correr riesgos. La droga y la prostitución eran cosa fácil y de precios atractivos. Era  una inversión bursátil dónde  se podía ganar mucho pero el riesgo de perder todo era importante.
Carlos no se detenía casi nunca en ciudad vieja. La excepción podía ser  el mercado de pescados, pero un instante, cuándo su mujer le encargaba algún marisco fresco y exótico, para agasajar clientes o amigos que venían a su casa. La comidas  las  organizaba solo por la noche, durante los mediodías almorzaba en el club de mar, cerca de su oficina dónde practicaba squash. Había practicado ese deporte durante su post grado en Londres, ciudad a la que no había vuelto ya hacía muchos años. Tal vez más de diez.
El jueves doce de Julio del año 2009, Carlos partió de su casa después de haber corrido en su cinta, de haber hecho su sesenta abdominales y desayunado con su mujer,  para su escritorio. Salió a  las nueve menos cuarto de la mañana, de esta forma llegaría  a la oficina cerca de las diez de la mañana. El tranque ese día no era importante. Era la palabra que definía en Colombia y Panamá un embotellamiento.
Al  llegar  a la avenida Gamboa el tranque se profundizo y prácticamente los autos quedaron detenidos por más de diez minutos. Carlos pasaba el tiempo de su viaje hablando por teléfono.
Llamaba primero a su secretaria, quien manejaba su agenda y le daba las novedades del final de la tarde anterior y los temas recientes. Ella tenía acceso a su cuenta de mail, él le había dado su contraseña, su mujer no contaba con ese privilegio. Sus socios siempre sospecharon que entre él y su secretaria existió un romance. Pero nunca nadie supo nada, ni tan siquiera el día que no llego a su escritorio, ni los días que se sucedieron después, que fueron interminables.
La radio daba cuenta de un choque en el Canal, dos barcos de gran porte habían quedado apretados cerca de la primera  exclusa viniendo del Pacífico hacia el Atlántico. No daban cuenta de heridos, solo daños materiales y lo que era preocupante no daban estimaciones de tiempo para poder liberar la navegación, ya que en esa época del año, el canal recibía más de diez barcos por día.
Ese jueves llovía intensamente, los limpiaparabrisas trabajaban sin descanso, saturados de agua dulce. La visibilidad se acortaba y la marcha se hacía a paso de hombre.
Su secretaria lo llamó varias veces por una reunión que había programado con uno de los clientes más importantes del estudio, quien estaba con fondos siderales  fuera de su país y quería invertirlos en ese paraíso  tropical  dónde los impuestos no le morderían  una buena parte.
Mientras hablaba por teléfono y le indicaba a su secretaria que prestara atención a la llegada de su cliente, ya que el no estaría hasta una media hora más tarde de lo previsto, un hombre moreno, cruzó la calle corriendo y tras  él, otro más joven. Esto lo sorprendió, ya que su mirada y su pensamiento estaban enfocados en una sola imagen, la recepción de su cliente por parte de su secretaría. A los pocos segundos nuevamente los dos jóvenes corriendo pero en sentido contrario. Ahí alcanzó a ver que uno de ellos portaba un arma y tal vez el otro también.
El auto que estaba delante se detuvo por completo y la luz del stop se mantenía encendida, su conductor no retiraba el pie del freno. Miró para uno de los costados y vio por primera vez a pesar de haber transitado por esa avenida infinidad de veces, la calle oscura de la ciudad vieja que se iniciaba hacia los costados sombría e infinita. Se dio cuenta de lo solo que estaba en ese lugar, de lo escuro y extraño que le resultaba el paisaje, la gente que lo habitaba. Buscó su paraguas en el asiento de atrás, ya había tomado la decisión de bajarse del auto para tratar de averiguar que estaba sucediendo.
Abrió la puerta y ya en la calle miró al conductor del auto que estaba detrás, quien trataba de decirle algo que no supo descifrar, miró las veredas sucias y pobladas de morenos desconocidos, las puertas ruinosas de las casas viejas, las calles laberínticas tapizadas con adoquines tallados por presos, volvió la mirada al conductor que estaba detrás como si fuera alguien a quien podría conocer y sintió un fuerte dolor en su espalda. Cayó al suelo, al lado de su auto.
Su celular sonaba sin cesar, al igual que los mensajes de texto y los mails que llegaban haciéndose saber con un timbre de aviso.
Nadie se bajo de su auto, a pesar de ser varios los  que rodeaban el mojado Mercedes Benz   de Carlos. La vida siguió su curso sin detenerse ni alterar  costumbres o rutinas. Carlos sangraba tirado en el suelo. Una bala se la había alojado en su espalda. No se podía mover y de a poco fue entrando en un sueño, del que despertó  después en el Hospital naval, un edificio construido por los Americanos en tiempos  que explotaban el canal.
Su secretaria llegó primero con uno de los socios del estudio. Los médicos tenían que operarlo y había que decidir. Ninguno de ellos tenía una respuesta, su vida profesional estaba separada de su otra vida, como si fueran dos personas diferentes. Un mundo con dos realidades que ahora que se jugaba su suerte, la única que podía decidir era su primera y legitima esposa, la única que podría contestar la pregunta por la vida o la muerte, pero no acceder a su computadora.
Carlos quedó hemiplegico, no pudo ni puede caminar más. Su computadora la utiliza con un palito largo que acciona desde su boca apoyándolo en cada tecla. Un chofer lo lleva desde su casa todas las mañanas. Su mujer lo abandonó hace un par de años. Su secretaría se casó y se mudó a Costa Rica. En el estudio sus clientes lo consideran el más creativo al momento de tomar decisiones.
Años más tarde fue apresado el moreno que había disparado causándole la parálisis a Carlos, en una redada en la zona cercana al canal. El arma que portaba tenía el mismo calibre y munición que fue encontrado en la médula de Carlos. Cuándo lo interrogaron, no contestó las preguntas, lo dejaron solo en su celda, a oscuras, con calor y humedad. Las cárceles de Panamá no se contagiaban del progreso ni de los beneficios de un paraíso fiscal. Mantenían las tradiciones coloniales. Pasó un tiempo hasta que el reo se decidió a contar su historia, pero él hablaba otro idioma.







Huérfano por Gustavo J Di Maggio

El New Day zarpo del puerto de Nueva Orleans con sus bodegas repletas  de Tabasco. Destino final  la ciudad de San Francisco. El viaje duraría unas dos semanas de navegación por el Golfo de México para  luego cruzar  el canal de Panamá. Robert Heller un nieto e hijo de marinos estaba al mando de la embarcación de unas  cien toneladas.
Con él se embarcaba siempre su cocinero. Luis Ruiz un puertorriqueño que se había hecho cocinero de pura casualidad. Su dedicación y limpieza lo habían colocado en ese puesto y difícilmente Robert se embarcara en un viaje sin él.
A último momento Luis le pidió al Capitán Robert que le permitiera subir a una pasajera, una amiga que había conocido en un bar de la ciudad de New Orleáns, en esa calle emblemática dónde el carnaval se festejaba con mucho alcohol y las mujeres tenían  oportunidad de mostrar sus tetas desde los balcones.  Bourbon Street se vestía de fiesta por una semana dónde la gente perdía el control.   El  Mardi Grass de  Louisiana, se había caracterizado siempre como una fiesta  de locura colectiva. La amiga de Luis una morena llamada Helen vivía con pasión la fiesta del carnaval. Batía records de sexo con hombres desconocidos sin involucrarse en un solo beso. Tenía sus relaciones en tiempos breves para poder avanzar con el próximo. Los elegía sin un criterio determinado, al azar. De unos de estos encuentros quedó embarazada, sin saberlo, sin querer. El tiempo avanzó y a poco de estar para dar a luz encontró en un bar a Luis con quien entabló una amistad peculiar. Solían quedarse largas horas conversando hasta que se quedaban borrachos o sin plata y eran echados del bar. Nunca se habían acostado juntos, como el aclaraba no tenían sexo y tal vez nunca lo tendrían. Luis la invitó al viaje que haría en breve con el New Day. Lo hizo sin reparar que tal vez el parto se podría producir en el barco y sin haberlo consultado con el capitán, a quien las mujeres a bordo le molestaban. Decía que eran motivo de peleas, flojas y  poco aptas para el trabajo duro.
Luis estuvo varias horas tratando de convencer al capitán para que le permitiera subir a Helen. Tuvo que amenazarlo con no participar del viaje si no le permitía viajar con ella. Eso  le molestó, pero el  viaje  sería en un par de días y no habría tiempo para conseguir otro cocinero y con Luis estaba seguro y cómodo.
El barco zarpó con diez tripulantes a bordo, un cocinero, el capitán y Helen con su gran carga  de Tabasco hacia el puerto de San Francisco. A poco de navegar desde la popa se veían como esculturas deformes, las  viejas grúas de carga construidas hacía ya más de cien años.  Un poco más atrás el puente Oscar Wilde de hierro oscuro que cruzaba el río Mississippi. Los remolcadores desengancharon sus cabos y el práctico bajó del barco y dejó en manos de su capitán las instrucciones de marcha.
Robert Heller pidió le actualizaran  la información de la  meteorología que le esperaba en los próximos días y dio el rumbo y ritmo de marcha.
De no mediar novedades en cinco días estarían en la rada del canal de Panamá para recibir al práctico que se haría cargo del cruce por unas diez horas.
El capitán no comía con los tripulantes.  Luis  preparaba la misma comida para todos. El capitán Heller comía en el puente de mando  en soledad,  aprovechando que los demás tripulantes bajaban al comedor.
Helen tenía asignado un camarote para ella  y comería en él.
Los primeros días  sintió los mareos que provocaban el rolar del barco, luego vinieron los vómitos intermitentes y pocas ganas de comer. Luis le exigía que tomara agua para mantenerse hidratada. Su camarote un lugar pequeño, con una clara bolla cerrada herméticamente mirando a  estribor. Un baño con ducha, inodoro sin bidet.
Nada diferente a los dormitorios en los que solía dormir.
Al cuarto día de navegación lo que no debía suceder,  llegó, los trabajos de parto. Luis se asustó y no tuvo más remedio que hablar con el Capitán. Bob se quedó callado mirándolo fijamente a los ojos. El radio operador no dijo nada, subió el volumen del forecasting que daba vientos suaves y altas temperaturas provenientes del noroeste, habiéndose originado todo en los desiertos de la baja  california. Con probables lluvias para la noche. Que hacemos preguntaba Luis ?
A lo que el Capitán respondió que haces – es tu problema no el nuestro. Luis no sabía como ayudar, no tenía hijos, no había sido una decisión libre del Capitán, pero apelaba a un sentido de humanidad que no aparecía en ese momento por su parte. No sabía que harían los demás tripulantes.
El niño nació después de dos horas de trabajo de parto. Helen estaba dolorida, la habían ayudado como pudieron, como creyeron que era la mejor manera de ayudar en esos casos. El capitán no preguntó nada sobre el asunto, prefirió hacer como si no hubiese ocurrido nada en su barco, a pesar de que había nacido un niño moreno. No preguntó si ya tenía nombre, tampoco ofreció anotar el hecho en su bitácora.
Helen pidió subir al barco que trajo al práctico que acompañaría  en el cruce del canal, pero esto no fue autorizado, el seguro no cubría accidentes que ocurriesen con extraños. El capitán pidió que lo reconsideraran, que llamaran por radio a la base central para pedir autorización especial. Pero nada fue posible, esas eran las órdenes que se habían establecido. Fue el primer acto en el cual el Capitán Heller reconoció que tenía un niño recién nacido a bordo. Pero hablaba como si hubiera nacido en un sector del barco y en un momento en que él no estaba o no era parte, o tal vez no le pertenecían en jurisdicción.
En la primera exclusa le permitieron bajar a Helen con su pequeño niño. El canal como la ribera estaban bajo bandera americana, por lo tanto sería un ciudadano estadounidense. No tenía nombre en mente y tampoco había pensado quien habría sido el padre. No recordaba el día que podría  haber ocurrido y menos aún  con quien.
Bajó con la ayuda de Luis y de inmediato fue trasladada en una ambulancia hasta el Hospital militar  del canal. Le hicieron los chequeos de rutina y todo estaba bien. El niño mamaba sin problemas. Un administrativo del Hospital le preguntó por el nombre, a lo que ella respondió que todavía no había pensado en eso. Le dijo que era necesario inscribirlo para que tuviera la documentación en regla. Ella preguntó si eso era obligatorio y le contestaron que sí que estaba bajo jurisdicción americana y en consecuencia los niños que nacían debían ser inscriptos. Ella le dijo que había nacido en un barco, en el mar, en el golfo, que no entendía él por qué de tantas reglamentaciones.
Una enfermera morena le contó  que no saldría de ese lugar sin resolver el  nombre para el niño y su posterior inscripción.
El New Day seguía en su ruta hacia San Francisco, allí descargaría las cajas de Tabasco y volvería con vino de Napa hasta el puerto de Maiami. Desde allí no sabían cuál sería el nuevo destino.
Luis no volvió a ver al niño ni a su madre. Su madre lo anotó con el nombre de Luis, tal vez en su honor, en su memoria. No le dio su apellido, dijo que su padre se apellidaba Heller como el capitán del barco. Una mañana que le habían dado el alta para retirarse armó su pequeño bolso y se fue dejando al niño Luis Heller en el hospital. Nunca volvió a verlo ni a encontrarse con él.
Los médicos le dieron intervención a las autoridades del canal, ellos prefirieron hablar con las autoridades de Panamá, al parecer allí  las reglas  eran confusas.
Luis vivió un tiempo en una casa para niños huérfanos, hasta los doce años, luego se escapó y vivió en la ciudad vieja con un ladrón que lo hacía trabajar para él como campana. Después de un tiempo se independizó y a robar solo. Hoy está en la prisión colonial de Panamá, dejo paralitico de un tiro en la espalda a un abogado Panameño. Todavía no tiene sentencia y el abogado que le han designado no ha venido a verlo. Tal vez pase más tiempo en la cárcel por el trámite del juicio que por los años de condena.