jueves, 31 de octubre de 2013

BAUTISMO COLECTIVO




BAUTISMO COLECTIVO

Por Alejandro Anderlic


Su hijo Tadeo se tomó con fuerza de la manija blanca y, en medio de un bostezo, trepó con dificultad los tres escalones, con la torpeza de quien hace algo por primera vez. Sentía que en su mochila llevaba kilos y kilos de plomo. Manuel quiso ayudarlo y le dio un pequeño empujón por la espalda, mientras seguía maldiciendo a la vida en silencio. Subió atrás de Tadeo con pasos temblorosos y mirando para abajo. Al levantar la vista, se topó con el cartel que decía “Por favor, indique su destino”. Así que pensó en su destino y, medio tartamudeando, pidió al conductor dos boletos hasta la parada anterior a la del colegio. Tuvo que pagarlos Tadeo, porque Manuel no sabía que no se aceptaban billetes. Tampoco tenía idea del precio del pasaje (ni se había interesado por averiguarlo antes). En puntas de pie, Tadeo metió las monedas que guardaba en su cartuchera una por una, despacito, por la ranura. Eran como veinte. Se quedó embobado escuchando el ruido que hacían al girar, mientras el aparato se las iba tragando. El chofer, guiñándole un ojo, le dijo a Tadeo que no olvidara llevarse los dos boletos. Tadeo se quedó mirando a Manuel, que se quedó mirando a la máquina.

Entonces, una señora canosa que estaba en el primer asiento les sonrió amablemente y señaló por dónde sacarlos. Tadeo le agradeció con la cabeza. Manuel la miró con desprecio, mientras hacía un bollo en su mano derecha con los dos pedacitos de papel. Pensó en tirarlos al piso, que estaba bastante sucio, pero terminó guardándoselos en el bolsillo de su sobretodo de alpaca. Tomó a su hijo de la mano y lo llevó por el pasillo hacia el fondo, esquivando a un oficinista que iba leyendo un diario gratuito, de esos que Manuel no conocía. Tadeo miraba para todos lados. A él sí le entusiasmaba la idea de viajar en colectivo.  

Estaba medio nublado pero nadie podía prever la tormenta que se iba a venir. Quedaban tres asientos vacíos en la fila del fondo, los tres del medio. En una de las puntas roncaba con la cabeza para abajo un flaco de aspecto descuidado, con la música a todo volumen retumbando en sus auriculares baratos. Del otro lado, una cuarentona bastante corriente, vestida así nomás, que destilaba olor a lavandina. En voz baja, Manuel le dijo a Tadeo que era mejor viajar parados, porque esos asientos debían ser bastante incómodos. Tadeo no se hizo problema. Desensilló la mochila y cuando estuvo a punto de apoyarla en el piso, su padre la levantó y se la colgó de su propio hombro. Le dijo a Tadeo que era preferible que se arrugara su camisa de voile antes que apoyar la mochila en el piso. Mejor no apoyar nada en el piso de un colectivo, donde la gente escupe y arrastra la suela roñosa de sus zapatos con la que pisaron caca de perro. También le dijo que al bajar se iban a tener que frotar bien las manos con alcohol, porque los caños del transporte público están llenos de microbios. Lleno de gente maleducada, distinta, que va al baño, olvida lavarse y después se sube al colectivo. Por eso Manuel se tomaba del pasamanos sólo con la yema del pulgar y el índice.

Lo que siguió fue un larguísimo silencio. Mientras Tadeo iba leyendo los carteles que veía por la ventana e intentaba adivinar el color de cada auto que los pasaría por la izquierda, Manuel pensaba con nostalgia en la vida anterior. Hasta que alguien tocó el timbre para bajar, una, dos, tres veces, el chofer pegó un grito y Manuel se refregó los ojos.

Unas diez personas se subieron en esa parada, la de la estación de tren. Ellos dos se corrieron un poco más para atrás y quedaron cerca de la puerta. El colectivo empezó a llenarse de gente que viaja en colectivo. El pelo suelto medio engrasado de una mujer que se les paró al lado le hacía cosquillas en la cara a Manuel, pero no eran cosquillas para reírse. Manuel movió su cabeza hacia los costados y para abajo, intentando quitárselos de encima. Cuando se miró la punta de sus zapatos, notó que brillaban demasiado. Entonces pasó uno de sus brazos alrededor del hombro de Tadeo, para protegerlo.

A las pocas cuadras, bajaron dos y subieron ocho más. Manuel los observó bien. Creyó descubrir punguistas, traficantes y pedófilos. Salvo ese viejito, todos los demás eran sospechosos. Tratando de ignorar el olor a humano que se le había impregnado en la nariz, se estiró el puño de la camisa hacia abajo, para ocultar el reloj.  También se prendió el primer botón del saco y se tanteó la billetera y el llavero que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón, para asegurarse que todavía estuvieran ahí. Miró por la ventana por qué altura de la avenida iban y trató de calcular cuánto faltaría para bajarse. Tadeo tampoco estaba  acostumbrado a todo esto, pero parecía disfrutarlo.

El cielo se puso negro y empezaron a caer las primeras gotas. La mujer del fondo se paró y en seguida el viejito de barba blanca y bastón ocupó el asiento. Era el sujeto que a Manuel no le causaba rechazo. Se parecía mucho al duende de la lata de dulce de batata que le gustaba a Manuel, aunque no tenía el gorro con pompón.

Faltando unas veinte cuadras, el tránsito se puso muy denso y ya no cabía un alma más en el colectivo. La pierna de Manuel hacía presión sobre el brazo del anciano y Tadeo se sostenía como podía de la manija donde estaba apoyado el bastón. El aire se había enviciado y los vidrios se empezaron a empañar. Entonces el viejito, acariciándole la cabeza, le pidió a Tadeo si lo ayudaba a abrir un poco la ventanilla. Tadeo miró a su papá buscando aprobación y Manuel asintió. Tadeo le preguntó si podía sentarse upa suyo, así estaba un poco más cómodo. En seguida los tres empezaron a conversar, como si se conocieran desde siempre. De golpe, en una esquina, esa ventana se abrió por completo, sin que nadie la hubiera tocado. Entre los tres intentaron cerrarla, pero se había trabado. Trataron de pararse y correrse, pero tampoco pudieron. El agua entraba a baldazos y en unos segundos Tadeo y el viejito quedaron empapados. Manuel tardó un poco más en quedar hecho sopa. Apenas un poco más.  Lejos de preocuparse por la lluvia, decidieron que era mejor seguir conversando. Y siguieron conversando. Hacía tiempo que a Manuel no se lo veía tan contento. Puede ser que por eso, aquel día, Tadeo llegó al colegio bastante más tarde.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Boin - Solange Carricart

Heraldo era tan feo como su nombre, y para colmo de males era pobre. Vivía con su mama en una casilla de chapa y ladrillos en el corazón de la 1-11-14.
Descubrió su fealdad alrededor de los once, cuando el olor a mujer empezó a producirle escalofrío en la entrepierna. Su debut sexual fue a los catorce con la puta de la otra cuadra, mucho tiempo después que sus amigos; por alguna extraña razón, la gorda nunca tenía tiempo para atenderlo. En los bailes de verano que solían hacerse en las calles, sacaba a bailar vecinas que siempre ponían una excusa para decirle que no. Todos sus amigos habían besado a alguna chica y él ni con Claudia, la bigotuda, había tenido suerte. En su casa no había fotos suyas de  chico, se había prendido fuego la caja donde las guardaba, le decía su madre. Ni limosna podía pedir porque la gente lo miraba con impresión cuando se acercaba.
Medía metro ochenta, era flaco y desgarbado. Sus ojos achinados insinuaban querer huir de esa cara y los labios sobresalían como dos riñones. Se rapaba a los costados de la cabeza y se dejaba el pelo largo arriba, estilo “guachiturro”, su grupo de cabecera. Se había tatuado en el cuello las iniciales inventadas de un  padre inventadamente muerto. La nariz era enorme, plana a los costados y encorvada, que le daba a su cara un aire aerodinámico. A raíz de esto consiguió el apodo de “Boin”, en alusión a la aerdinamia del Boing 737.
Hizo toda la primaria en el colegio que estaba justo saliendo de la villa. La secundaria no pudo, tuvo que salir a trabajar porque el sueldo de doméstica de su mama no alcanzaba para comer. Empezó como ayudante de albañil del vecino del fondo. El papa de Marta.
Marta era petiza, culona, tenía los ojos profundamente negros como su pelo largo y ondulado hasta la cintura. Usaba jeans ajustados que calzaba justo debajo de los anchos rollos que enmarcaban su cadera.  Remeras escotadas, Adidas blancas y delineador negro alrededor de los ojos, definían su personalidad. Escuchaba la Bersuit y Hermética todo el día, odiaba la cumbia. Marta le quitaba el sueño a él y a  todos sus amigos.  Marta se había acostado con todos sus amigos, menos con él. Heraldo la adoraba en silencio, soñaba con ella, se masturbaba por ella y vivía pendiente de ella. Marta le tenía aprecio, estima. Ni a cariño llegaba. Pero habían crecido juntos y era un buen vecino.
Cuando cumplió los dieciséis murió su mama al  caer debajo del tren  que salía de Lugano.  Se había tenido que colgar del estribo, único lugar disponible en ese vagón abarrotado de gente. Heraldo no se pudo recuperar, era lo único que tenía en la vida. Quedó destrozado y es ahí donde empezó con las drogas y volcó.
Primero fue el pegamento y después la pasta base. Pasando de a ratos por el porro y la merca. Lo que hubiera a mano. Eran su alimento, su combustible para empezar el día. Día que a veces duraba una  semana. Cuando volvía por su casa fisurado y sucio, se cruzaba con el “Qué onda Boin. Dónde estabas? Rescatate fiera!” de Marta.
El exceso de drogas y sus constantes desapariciones cansaron al padre de Marta y Heraldo se quedó sin trabajo.  Cuando se terminaba la droga salía a robar o a acomodar coches  y una vez que la compraba  se encerraba en su casa donde pasaba días enteros, solo. Todo esto lo volvió frío, callado,  agresivo, peleador, distante, egoísta y con mirada asesina.
Nadie recuerda bien como empezaron las peleas, creen que es por alguna deuda al dealer. No sería raro, los problemas con el dealer eran moneda corriente en la villa. El tipo ya no aceptaba ni las zapatillas, ni las camperas, por mas Nike o Adidas posta que fueran.  Él quería la moneda.
El asunto es que se armaron dos bandas en la 1-11-14. La de Boin y la del Turco. Boin, en secreto, se la tenía jurada: el también se había cogido a Marta.  El Turco vendía el mejor paco de la zona y varias veces le había fiado. Hasta que un buen día, la deuda se hizo grande y el Turco no le vendió mas. Una madrugada fría de julio, Boin desesperado y con los primeros síntomas de la abstinencia, empezó a tirar cascotes al frente de la casa del Turco, y rompió el  vidrio del comedor. Salieron varios vecinos de la zona y lo corrieron a tiros. Gracias a su delgadez extrema pudo zafar y escapar en la noche cerrada. Cuando Boin le comentó a su banda lo que había ocurrido, planearon vengarse.
Fabricaron  facas, buscaron cuchillos, cinturones, botellas rotas, piedras y vidrios con la empuñadura armada con restos de trapos viejos. Y se encontraron el sábado siguiente a la salida del boliche. Eran las cuatro de la mañana. Estaban todos pasados de falopa y borrachos.  Serían treinta entre las dos bandas. Treinta enajenados con los ojos inyectados en odio y el cuerpo destilando muerte. Se dieron duro. La gente miraba desde las veredas el infierno que ocurría en el medio de la calle. Nadie se metía. Había sangre por todos lados. Se oían gritos, puteadas,  ruidos de huesos rotos, patadas y alguno que otro llanto. Y de repente un tiro. Del único arma que había: la treinta y dos del Turco.
Se encontraron  en medio de la gresca, casi de casualidad. Boin acababa de partirle la cara con un vidrio a alguien; cuando se dio vuelta  sintió un ardor profundo que le quemaba el lado izquierdo, justo a la altura del corazón. Murió en el acto.

Cuando la policía allanó su casilla encontró: la colección completa de Spinetta, una biblioteca improvisada con cajones de manzana cubierta de libros de Gelman,  Neruda, Borges y Benedetti, cuatro cuadernos Gloria con poemas de amor y un grafitti en la pared de su cuarto que decía “Me duele una mujer en el todo el cuerpo”.

Solange

Septiembre 2013

viernes, 23 de agosto de 2013

Lucecita roja


LUCECITA ROJA
por Marina de la Serna

Enrique volvió  a su casa pasadas las 12 de la noche. En el contestador titilaba la lucecita roja, había cuatro mensajes esperándolo. Como siempre, tres eran de María Teresa. Últimamente lo llamaba a cada rato. Pero Enrique  llegaba demasiado cansado, reventado decía él, se tiraba en el sofá, y sólo quería tomarse una birra mientras hacía zapping por los canales de deportes. No le quedaba resto para ocuparse de los planteos y los reclamos de María Teresa. Que no era mala mina, y dentro de todo, todavía estaba buena, pero era medio hincha pelotas, como todas las mujeres (o al menos, todas las que Enrique había conocido).

A veces, para calmarla, o lograr que no lo jodiera tanto, le decía que la iba a pasar a buscar para ir al cine, o a comer a algún lugar que a ella le gustara. El problema era que después se olvidaba, y justo a esa hora tenía que trabajar o los muchachos del SAME lo anotaban en el equipo para jugar en la canchita, y no los iba a dejar en banda justo cuando lograban juntar a todos para poder ganarles por una vez a los polis de la comisaría de la vuelta. Claro, después venían los reclamos, en forma de cincuenta mensajes en el contestador. Bueno, no eran cincuenta, pero a Enrique le parecía que sí, al escucharlos todos juntos después de un día agotador. “Hola, Enrique. Son las 8 y 20”, “Enrique, son las 9 y 20”, “Quedaste en venir a las 9”, etc.

El otro mensaje que lo estaba esperando era uno de Gustavo por la venta de los lotes. En algún momento lo llamaría. No ahora, cuando sólo quería pegarse una ducha y ver el resumen de los goles de Boca.

El día siguiente era sábado. Coco lo llamó temprano, habían reservado la cancha abajo de la autopista para el mediodía. Después del partido, se bañó, se cambió y se fue a trabajar. Volvió a la noche, un poco tarde. En el contestador parpadeaba la lucecita, pero no escuchó los mensajes enseguida. No estaba con ganas de escuchar la letanía de María Teresa. Cuando por fin activó el grabador, se acordó que le había dicho que la iba a llamar al mediodía. Pucha, y también estaba el tema pendiente de la complicación en la venta de los lotes. Tenía que hablar con Gustavo, a ver qué le había dicho Moreiro por el asunto de la sucesión.

A la mañana siguiente decidió pasar por lo de María Teresa. Se había dado cuenta que casi se había quedado sin toallas, las pocas que tenía parecían trapos de piso, así que le fue a preguntar si ella tendría un par para darle, nada del otro mundo, a quién no le sobra un toallón y una toalla.

Pero se enfrentó con una bestia enfurecida. La dejó hablar, llorar, hasta gritar un poco. No entendió por qué se hacía tanto problema, pero igual le prometió todo lo que ella quiso: que entre ellos estaba todo bien, que seguirían juntos, y que de la guita no se preocupara, que él se encargaría de pagar lo que hubiera que pagar. Igual, ella no quedó muy conforme, como se dio cuenta Enrique esa noche, cuando vio que la cinta del contestador se había acabado a la mitad de un largo discurso de María Teresa. Dio vuelta la cinta, y al rato sonó el teléfono. No tuvo ganas de atender. “Menos mal”, pensó, al escuchar –otra vez- la voz indignada de María Teresa reclamándole que nunca había tenido de parte de él ni una sola palabra de amor.

Al otro día se levantó pasado el mediodía. Iba a ser una tarde y una noche largas, con la ambulancia yirando por media ciudad. Llegó después de las doce y el contestador estaba ahí, como siempre, con la lucecita parpadeando. “No, me voy a dormir. Los escucho mañana”. Se metió en el baño. Justo en ese momento, empezó a sonar el teléfono. Cuando volvió al living para prenderse un pucho, la voz de María Teresa, entre cansada e indignada, le hablaba al paciente contestador. Enrique se sentó, jugó con el encendedor, se sacó los zapatos, miró el teléfono unos segundos y levantó el tubo.


jueves, 22 de agosto de 2013

NI UNA SOLA PALABRA



NI UNA SOLA PALABRA

Por Alejandro Anderlic


A propósito del tristísimo testimonio rescatado del contestador
que vendieron en el Mercado de Pulgas,
el cual dio vida al aclamado cortometraje de Javier
“El Niño” Rodriguez, “Ni una sola palabra de Amor”.

Lo que sigue es 100% ficción y nada tiene que ver
con la verdadera historia de los protagonistas.

- Hola, ¿farmacia? Ah, perdón, me confundí, disculpame… Hola, ¿farmacia? Sí, ¿está Gustavo..? Ah, gracias. Sí, lo espero. Gracias, sí. Sí, muy amable. ¿Qué hacés, querido? Bien, todo bien. ¿Estás con gente? No, pará, es un minuto nomás. ¿Conseguiste la receta? ¿Ahora? No sé, ¿te parece..? Bueno, dale. Te debo una enorme, hermano. ¿Le podrás decir vos a Coco? Sí, para que hoy mismo se la lleve, si puede. No, ningún problema. Las visitas terminan a las ocho, pero como es familiar puede ir más tarde. ¿Te acordás de la dirección? No, como esa vez fuimos juntos… Bueno. ¿Tenés para anotar? Dale: Alsina 640. Sí, ahí nomás, entre Formosa y Corrientes. Se llama “Los Paraísos”. Decile que la vea a Norma. Es enfermera. Sí, una bajita, simpática, la que nos recibió cuando la internamos a Teresa, ¿te acordás?  Yo después la llamo y le aviso. Sí, no te preocupes. Sí, obvio, Norma es de confianza. Ella se la va a aplicar. Tere no se va a dar ni cuenta. Gus, ¿no nos pasaremos de rosca, no? No, nada, tengo miedo que le haga mal. Lo único que quiero es tener un poco de paz. Que la tengan dopada, sí, hasta ahí. Y que me deje en paz. ¿Qué sé yo cómo está? Hace un mes que no la veo. ¡Me llama a casa todo el tiempo, Gus! Un bajón. Llego a las doce y pico de la noche, partido al medio. Quince horas arriba de la ambulancia, hermano. Abro la puerta y tengo tres, cuatro, cinco mensajes de Tere en el contestador. Nunca menos de tres. No entiendo de dónde me llama. No… me dijeron que el de ahí no lo puede usar. Sí, ya la revisaron, y no le encontraron nada. Qué se yo, ni idea. Bueno, sí, dale.  Dale, mientras no se dé cuenta... Me mataría que sufra. No, no. Para nada. Yo la quiero, loco. Bueno, querido, te dejo. Todo bien. ¿Qué hacés el domingo? Sí, tengo franco. ¿Saco platea? Dale, ¿lo llevamos a Coquito? Dale, hablamos. Un beso grande, querido. Cuidate. Gracias. Sí, ya sé. No, yo me hago cargo. No, ni una sola palabra. Chau, cuidate.

- Hola, ¿Residencia Los Paraísos? ¿Podría hablar con Norma, por favor? Bueno, la llamo en un rato… No, gracias, no hace falta, yo la vuelvo a llamar. ¿En cuánto calcula...? Bueno, gracias, la llamo a esa hora. Muy amable. No, por favor, no le diga ni una sola palabra. Hasta luego, gracias.

- Sí, soy yo, ¿quién habla? Ah, qué dice, Moreiro. No… estoy acá, en la ambulancia, pero puedo hablar. Diga. Sí, ya sé. Yo avisé en el hospital que si me llamaba, le pasaran este número.  Sí, todo el día en la calle. Qué va a hacer, es lo que hay… Lo escucho muy mal, Moreiro. Se va la señal. Ahora mucho mejor. Sí, ya hablé con Fraga. Dice que tiene todo listo con los abogados en el juzgado, que pronto sale la sentencia. Sí, seguro, yo no entiendo nada, pero me dijeron que ya casi está. Sí, insania, eso es lo que le entendí. No, me dijo que hasta ese momento no vamos a poder hacer nada. Como mucho, un mes más, me dijo. ¡Pero cálmese, Moreiro..! Sí, Moreiro. Por eso le digo… Sí, me lo aseguró Fraga. No, ella ni se imagina todo lo que dejó el viejo. Cree que son sólo unos terrenos. Pero, ¿Teresa  lo llamó a usted…? No, ¿¡para qué la llamó, Moreiro?! Sí… Es que no estoy nunca en ese teléfono. Pero usted no la llame, por favor. ¿De dónde sacó el número? Sí… es el de ella. Pero pensé que no la dejaban usarlo, que no lo tenía encima… Hágame el favor, nunca más la vuelva a llamar. ¡Es mi problema! A ella, déjela en paz. A ella ni una sola palabra, Moreiro... Sí… me encuentra siempre en este número. En cuanto salga lo del juzgado, arreglo todo y tiene lo suyo. Dele, perfecto. Que siga bien.  Sí, gracias, yo le digo.

- Sí, quién habla? No, equivocado. No se preocupe, buenas tardes...

- Móvil 57, reportando. Afirmativo. Sí, señorita. Sí, estoy con médico. Afirmativo. ¿Alguna otra especificación? Sí, tenemos. Negativo. Calculo unos 15 minutos, con suerte. El Centro es un desastre. ¡Calmate, voy a hacer todo lo posible, flaca! ¿¿No escuchaste que el Centro es un infierno hoy??  ¿Querés venir vos a manejar este sorete? ¡Dale, vas a ver! Bueno… Tenés razón. No, disculpame… Ya estamos en camino. No, disculpame vos. Tengo un mal día. ¿Arreglaron traslado? ¿Destino? Copiado, gracias. No, ni una sola palabra. Listo, quedamoasí. Después arreglamos. Afirmativo. Copiado. Disculpame vos... Copiado.

- Hola, ¿estaría Norma? Muchas gracias. Sí, la espero, no hay problema. Hola, ¿Norma? Enrique. ¿Cómo le va? Sí, todo arreglado. Va a ir mi sobrino. Se llama Coco. Sí, a la nochecita. Son tres centímetros cúbicos por día. Quédese tranquila, me dijo mi hermano que es imposible. Parece que se diluye en seguida y que hasta ahora nunca pudieron detectarla en sangre. ¿Cómo está ella? Sí, ya voy a ir… Es que no tengo tiempo. Sí, ya sé. Yo también pienso en ella. Sabe que me sigue llamando…. Todos los días. Ustedes la tienen vigilada, ¿no? Pero no puede ser, Norma. ¿De dónde llama? Me deja mensajes en casa todos los días. No sé… No sé. ¿Cuándo le dijo eso? Ah, sí, el martes es mi cumpleaños. No, dígale que no necesito nada. No, Norma, no necesito nada, ¡no quiero festejos! Bueno, si le insiste… no sé, dígale que… un toallón y una toalla. A ella siempre le gustaron esas cosas… Después paso a pagarle, Norma. Gracias por todo. Y, por favor, ni una sola palabra. A nadie. Chau, Norma. Que siga bien.


- Hola. Hola, sí, soy yo, sí. Estaba durmiendo, pero… No, no, es que nuevamente volví a trabajar hasta las doce. Escuché tu mensaje con hoy. Eh. ¿El qué? Sí, sí, te escucho, sí. Ahá, sí. Sí. Sí, sí, sí, sí. Sí, sí, sí. Sí. Sí.  Sí, sí. (Tos). (Tos). Sí… No, para nada. Para nada… Absolutamente, para nada… No, no, no. Para nada… No. Absolutamente… ¡Este aparato anda como el culo, se está grabando todo! Ah, Tere. Escuchame, Tere. Sí… ¿Estuviste con Norma hoy? Hace un rato. Ah… No, para nada. Para nada. Sí… pronto voy a ir a visitarte. No, ni una sola palabra. Sí, Tere. Yo también te quiero.

lunes, 19 de agosto de 2013

Hoy no


HOY NO
por Marina de la Serna

Hoy no tiene ganas. La llave está ahí, en el cajón del secreter, al medio y abajo. Conoce la contraseña, la cambiaron hace poco, se la dijeron en el último viaje, cuando se fue a navegar en unos barcos enormes, que tenían tres palos y dos puentes, con unos tipos que cruzaban el océano con patente de corso. Pero esta noche no la usará.
Hay días en que saca la llave, la guarda en el bolsillo de la campera gastada, cruza la puerta y sale a la aventura, con ganas de correr, de huir de su prisión y entregarse a lo que encuentre más allá. Este territorio tiene sus reglas, y él lo sabe muy bien. Hay que hacer pocas preguntas, o ninguna, de lo contrario las puertas podrían cerrarse, la llave perderse y él se encontraría afuera, en la oscuridad y el frío, condenado a no volver a encontrar el camino.
Ya no recuerda cuándo fue la primera vez que atravesó la puerta, ni todos los lugares que conoció, la gente con la que se cruzó ni todas las aventuras que le pasaron. Se internó por ciudades desconocidas, atravesó selvas y montañas, cabalgó por llanuras interminables y se asomó a la guarida del dragón. Una vez llegó hasta  la costa de un mar encrespado y no encontró el valor para navegarlo, pasar la rompiente y averiguar qué había después.
Hoy no tiene las fuerzas, el entusiasmo, las ganas. Piensa en usar la llave, pero los caminos que lo esperan le parecen trillados. Sabe que mañana los verá con otros ojos, que volverá a encontrar en cada recodo un secreto que nadie ha descubierto. Pero eso no será hoy. Esta noche no habrá luna y parecerá eterna. Se siente como en una especie de autoexilio, ya le pasó otras veces, por eso sabe que no durará siempre esta sensación de abulia, de camino cerrado, de inercia chata. Piensa en el esfuerzo que le demandaría encontrar la energía para  ponerse en marcha, y siente que no vale la pena. Hoy al menos, no vale la pena.
Otra vez mira el cajón donde está la llave. Debería intentarlo. Hoy no. La puerta seguirá allí y no olvidará el camino, porque eso es imposible. Quien cruza el umbral por primera vez y se aventura en el reino, lo sabe. No hay vuelta atrás.
Volverá mañana o dentro de unos días, con nuevos deseos de seguir explorando el reino, que para cada uno de los viajeros es diferente. Sabe que aquel mar encrespado lo está esperando y que un día deberá internarse en él. Pasar la rompiente será su desafío, llegar a esas islas que no aparecen en los mapas y encontrar una que tiene su nombre grabado en la roca.
Pero ese día no será hoy.

viernes, 19 de julio de 2013

EL CERDO DEL BAR




EL CERDO DEL BAR

Por Alejandro Anderlic

El jueves que viene lo volverán a escribir en algún rincón del baño. Seguramente será con rouge y en el espejo. Estrenarán un lápiz labial rojo. Lo abrirán despacio, lo apretarán fuerte, con mezcla de odio y asco, contra la superficie fría, que les devolverá su figura vengativa. Y dibujarán con letra bien redonda, infantil, algo temblorosa, la misma leyenda que las otras veces: “Fue el Cerdo del Bar”.  Aún no sé si podrán limpiarlo antes de que alguien se dé cuenta y empiecen a hacer preguntas.

Yo nunca conté nada a nadie sobre las pintadas que vengo borrando todos los jueves, cada semana, desde aquel día.  Pondría las manos en el fuego por el Rulo. Él sería incapaz de matar a una mosca y sé que no anduvo por ahí ese jueves a la noche, la noche que todo el pueblo quisiera olvidar. Estuvo todo el tiempo en el bar, atendiendo en el mostrador conmigo y de acá nos fuimos juntos para mi casa, cuando ya estaba amaneciendo.

El último jueves, me tocó a mí cerrar el boliche. El Rulo se había tenido que ir más temprano a su casa, porque era el cumpleaños de su hija y quería invitarla a comer afuera. Necesitaba levantarle el ánimo, después de todo lo que les había pasado.  Ese día intuí que descubriría al cobarde que nos ensuciaba las paredes. No me moví del salón ni un momento. Recuerdo haber vigilado la puerta de ese baño todo el tiempo y llegué a contar a todos los que entraron. En total, veintidós sospechosos. Me aseguré de observarlos bien y memorizar el aspecto de cada uno. A algunos los conocía de toda la vida pero también había varios forasteros.  Entraron hombres, mujeres, chicos y chicas. De todo. Ni bien alguno salía de ahí, yo entraba a examinar con obsesión cada rincón, paredes, el   techo, el piso, mingitorios, tabiques, el lavatorio. Y nada.  Sólo un minuto, cuando ya no quedaba nadie, me distraje para atender el teléfono. Era el Rulo, que llamaba para ver cómo andaban las cosas.  Antes de cerrar, acomodé las sillas, empecé a apagar las luces y me asomé de nuevo al baño.

Tiene que haber sido mientras hablaba por teléfono. Esta vez lo habían pintado con aerosol negro y la frase se reflejaba, siniestra, en el espejo, de pared a pared. “Fue el Cerdo del Bar”, decía en letra de imprenta enorme, derechita y algo temblorosa. Salí corriendo a buscar un trapo rejilla, lo impregné en lavandina y volví. Dejé todo el pasillo chorreado y con una baranda asquerosa a lavandina.  Empecé a refregar los azulejos blancos en forma circular, intentando deshacerme de todas esas injurias, que se fueron desvaneciendo de a poco.  En unos minutos,  sólo quedaba un esfumado recuerdo y, al día siguiente, logré hacerlo desaparecer por completo.

Hoy, como todos los jueves, tendríamos de nuevo la pared pintada. Estamos atendiendo el bar el Rulo y yo. Ya son las nueve de la noche y todavía el desgraciado –o desgraciada- no aparece. Quizás está acá, en alguna mesa, esperando a que me distraiga de nuevo para consumar su ritual blasfemo. Miro a todos. Parecen estar ocupados en sus mundos: algunos comiendo en silencio, aquéllos conversando en grupo, uno leyendo un libro amarillento y tomando cerveza. Todos podrían ser. Incluso alguien que por ahora no ha llegado. De repente, entra una pareja mayor. Se sientan en la barra, se toman de la mano y me piden dos cortados con un plato de palitos salados. Una mujer bastante llamativa que está sentada junto a la ventana se levanta y va al baño. No es de acá. Creo que la había visto antes, hace mucho tiempo. En una mesa, a un nenito se le cae un vaso de agua al piso y se hace añicos. El chico se pone a llorar. El Rulo va con una escoba y una pala y, después de levantar los pedazos, le acaricia la cabeza al nene y le dice que no se preocupe. La loba sale del baño. Mientras preparo los dos cafés, trato de llenar el plato de palitos con una mano y le levanto con la otra la tapa del mostrador al Rulo para que pase, mientras sigo a la mujer con la mirada. Noto que deja veinte pesos sobre la mesa y camina hacia la puerta. Pasa por delante de nosotros, dejando al salir una estela de perfume agridulce que nos hipnotiza por unos segundos.

El Rulo sacude la cabeza, enfila para el baño y entra. Suena el teléfono. Es su hija. Le golpeo la puerta para avisarle y él tarda bastante en contestarme. Me dice que le pase el celular por la puerta entreabierta y si le puedo alcanzar el frasquito de alcohol en gel que está sobre el mostrador. Cuando vuelvo con el alcohol y abro la puerta, escucho que están discutiendo. Él le dice a su hija que se calme, que lo hablarían más tarde. Cierra de golpe y casi me saca una mano. Lo noto nervioso cuando sale. Se acomoda al costado de la caja y se queda en silencio, mirando embobado la pelea de fondo en la tele que está colgada en la pared. Espero un poco y le pido que se haga cargo del salón un momento. El Rulo ni me contesta.

Entonces entro al baño, prendo la luz y trabo la puerta con el pasador. Todo está en silencio de este lado. Sólo oigo una seguidilla de gotas intermitentes que escapan de la canilla y rebotan en el lavatorio. El baño es un chiquero, lo normal para esta hora del día. Empiezo a buscar, pero no encuentro nada. El espejo está todo sucio. Sigo buscando. Alguien pegó mocos en un azulejo sobre el mingitorio de la derecha. Maldigo al roñoso y sigo. También se olvidaron de apretar el botón y taparon el inodoro con papel higiénico, como siempre. Pienso que el cobarde no debe haber venido todavía. Tiene tiempo; al jueves aún le quedan dos horas. Alguien golpea a la puerta. Le grito que está ocupado y no insiste.

Justo enfrente de mí está ahora el dispensador de condones. Me detengo a observarlo. Noto un manchón negro en uno de sus lados, como de tinta borroneada. Del otro lado leo “Damián y Jessica” dentro de un corazón. Ahora miro el tacho de basura junto al lavatorio y veo, tirado, el frasco de alcohol que me había pedido el Rulo. Está vacío. Sobre la tapa del tacho hay un bollo de papel higiénico, teñido de negro.

Salgo del baño con el frasco en la mano, me acerco al Rulo y lo apoyo sobre una mesa vacía. El Rulo se da cuenta, pero mira para otro lado y se acerca a cobrarle el café a los tortolitos de la barra.  Sí, el jueves que viene lo volverán a escribir en algún rincón del baño. El Rulo no lo va a poder limpiar y yo no voy a estar para borrarlo. Presiento que alguien se dará cuenta y empezará a hacer preguntas.


miércoles, 26 de junio de 2013

FREPAJAR

@leticiamartin
cuando llego al TODOR me quino
con la mano derecha
genuflexo 
apoyo la bulapa en el argante sugo 
después zatoneo con reiteración
frago el íspide molidero en ese acto 
el fonible Trumo del TODOR
frago y vuelvo a Fragar en el vacío 
como si Trumo pudiera tropengar 
no me gusta fragar, aunque lo hago 
quino aunque detesto quinar 
vogo 
tropengo la velaria vincia
hasta el fonible tañir de las campanas.

entonces frepajo mi drola en el silencio 
me vuelvo un mocronte en ese frepajar 
sumoneo mi drola folidante y balbuceo 
largas fragas para Trumo en el TODOR:

¡námido intergoña, Trumo! 
¡námido, intergoñador!
tropenga a tu vincia en esta hora 
protégenos del dulce frepajar.

¡ESTÁ BIEN!

Apenas él le leía la devolución, a ella se le agolpaban las palabras y caían en discusiones, en salvajes porfías, en litigios exasperantes. Cada vez que él procuraba rebatir los argumentos, se enredaba en un lamento quejumbroso y tenía que retractarse de cara a ella, sintiendo cómo poco a poco las distancias se acortaban, se iban encimando, encomiando, hasta quedar tendido, él, como el cíclope de cristal al que se le han dejado caer unas hilachas de soledad. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se repetía los argumentos, consintiendo en que él aproximara suavemente su oído. Apenas se cruzaban, algo como una ráfaga los reunía, los empujaba, los enfrentaba, y de pronto era el combate, la estruendosa lucha de los discursos, la jadeante evocación del orgullo, el debate del lenguaje en una exabrupta lengua. ¡Está bien! ¡Está bien! Acalorados en la cresta del decir, se sentían bramar, irónicos e imantados. Temblaba el bar, se vencían los prejuicios, y todo se resolvía en un profundo beso, en caricias de aguerridos manotazos, en cariños casi crueles que los imbricaba hasta el límite de las baldosas. 

miércoles, 12 de junio de 2013

ESA



                                                                               “Atenea convirtió a Medusa en una gorgona:

   Un monstruo alado, de mirada feroz, enormes

                                                       dientes y serpientes en lugar de cabellos.

                                                             Cualquiera que la miraba, se convertiría en

                                                   piedra”. R. Graves



Llegó a una hostería encalada por fuera y por dentro, casi en el límite de ese pueblo con poca gente y menos casas. El lugar tenía un mostrador de madera sin barniz y clavos en la pared  para colgar las llaves. Era la única posada, hotel, ¿cómo llamarlo?. De las cinco habitaciones, dos estaban vacías, una ocuparía él, una los dos ayudantes que contrató en Santiago capital, y en la otra vivían el encargado y su hijo de 11 años. Todo muy austero, muy limpio.

Había ido para hacer un estudio de la tierra. Preparaba el doctorado en geología: comparaba los suelos de diferentes provincias.

La mujer que limpiaba los vio salir temprano, oscuro todavía. Como  hablando para sí, les dijo:

 -Si Esa se les aparece, no la miren a los ojos, tiene la miradita fuerte, muy fuerte.

Los ayudantes asintieron como quién ya sabe. Él oyó bien, pero escuchó poco. No le interesaban las creencias populares. De ignorantes, decía. Estaba saturado de conocimientos, enfermo de importancia. Le causaba gracia esa credulidad.


Había solo algunas piedras que daban poca –muy poca- sombra al mediodía. Empezó a sentir una opresión en la nuca, una mano de hierro candente que se cerraba sin prisa pero sin pausa. Su lógica lineal la atribuyó al gorro, que sería más chico que lo adecuado. Mañana compro otro, pensó. Y siguió escarbando con la minuciosidad de un cirujano. Sentía los dedos torpes, se le caían los instrumentos que habitualmente manejaba con pericia. Dejó ir a los ayudantes a la hora de la siesta. Pero él tenía un objetivo para ese día, y no iba a abandonarlo así nomás.

Cada vez que levantaba la vista, nublada por el sudor, sólo veía planicie seca, piedras solitarias, horizonte lejano.

Cuando el sol empezó a esconderse, se volvió para ver el color del cielo, no por poético, sino para incluirlo en la tesis.

Por un instante en el juego de luces y sombras del atardecer, creyó ver una imagen de mujer horrenda mirándolo fijamente. Sonrió por la ridícula forma con que lo engañaban el cansancio y el calor en ese crepúsculo de chicharras y polvo. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Cuando los abrió alcanzó a ver una serpiente desapareciendo tras las piedras. Decidió que era hora de irse. Pronto sería noche cerrada.

Primero apuró el paso, la vista fija hacia adelante. Empezaba a refrescar, pero sentía gotas de sudor en la frente, en la espalda. Gotas frías.

Las  aletas de su nariz se dilataron al máximo y abrió la boca para entrar más aire, respiraba cada vez más rápido, más superficial, y sentía el trabajo forzado del corazón. De vez en cuando miraba para los costados,  sin mover la cabeza. No sabía por qué, pero no podía volverse hacia atrás. Aceleró el paso, le palpitaban los pies, las sienes, el corazón le latía en la boca, el aire no le alcanzaba. Lo agobiaba la ropa. Las manos agarrotadas no podían ya sostener nada. Quiso correr las últimas dos cuadras que lo separaban del hotelito, pero tenía los músculos rígidos, a cada paso el esfuerzo era mayor. Un peso insoportable no lo dejaba avanzar.


-Se habrá ido con una china- dijo el encargado.

- No creo…- murmuró la mujer que limpiaba, sin levantar la cabeza.

-Seguro encontró algo interesante y se fue solito- dijeron los ayudantes, y se volvieron a casa.


Lo buscaron algunos días, pero no había mucho por revisar.

Lo único que al chico del encargado le llamó un poco la atención, fue una piedra que le pareció que antes no estaba, y que así, de una miradita rápida, podía semejar un hombre corriendo.



sábado, 1 de junio de 2013

CON COCHERA, GIMNASIO, PILETA Y SPA


CON COCHERA, GIMNASIO, PILETA Y SPA
por Marina I. de la Serna

Pasaron veinte años desde la última vez que Marilí caminó las veredas de su barrio. Y esos veinte años la transformaron más de lo que ella creía, más de lo que el espejo le devolvía. Formas de mirar, de pararse, de pisar. Camina por las calles de una Buenos Aires que conoce, o más bien  cree conocer. Porque es la misma, o no es la misma? Una ciudad engañosa, gemela de esa otra, en la que creció. Había un cuento de Borges (o era Bioy Casares?) donde había varias Buenos Aires, todas idénticas, y al mismo tiempo, diferentes en algún detalle. Le parece que en cualquier momento va a descubrir que Perón todavía se llama Cangallo, que la calle Ambrosetti no existe, o que construyeron un shopping en el Parque Rivadavia.
Pero no. Todo parece estar en el mismo lugar. Hasta que llega hasta Castro Barros. Ahí estaba el colegio. O no estaba ahí? Si algo recuerda Marilí es la ubicación exacta del colegio, mezcla de claustro, cuartel o cárcel, o todas esas cosas juntas.
Llega a la esquina. Hay una grúa gigantesca, de ésas de altura, y un par de torres que amenazan con llegar a los veinticinco pisos. Un paredón rodea toda la manzana y un cartel anuncia que están a la venta unidades de uno, dos y tres ambientes, con cochera, pileta, gimnasio y spa. Hay un departamento modelo que se puede visitar, armado donde estaba el gimnasio, no ocupa ni la tercera parte, apenas lo que era la cancha de vóley. Una de las torres se alza sobre el patio, más o menos a la altura del primer piso  estaba el salón de actos. Y en lugar de la capilla centenaria, hay un pozo.
Marilí se queda un momento parada en la esquina. No puede o no quiere moverse. Mira el cartel y la grúa sin verlos.

Pero ve los árboles y las palmeras que se alzaban sobre el paredón de ladrillos, el edificio del gimnasio y la puerta de la calle Don Bosco, por la que entraban las del secundario, veinte años atrás. Despacio, como  quien recorre un campo minado, da la vuelta a la manzana. Adivina el patio, con la cancha de vóley y los bebederos atrás del mástil. Entre las columnas de la galería y los árboles  que ocupan el ala norte, puede ver un mar blanco y azul marino, de delantales con cinturón y moño en la espalda, que a veces se torna gris de uniformes tableados y corbatines azules, todos iguales, todos idénticos, y una mancha blanca que se destaca: el delantal de alguna infeliz que olvidó el día de celebración y festejo (religioso o patrio), junto con la obligación de vestir el jumper gris sin mangas (caluroso en verano, desabrigado en invierno), para la ocasión. Grupos de nenas que juegan, que charlan, mientras comen caramelos o galletitas. Ninguna está sola, no hay ninguna figura solitaria sentada en un escalón o vagando indolente. Las reglas (nunca dichas) no lo permiten. Y si mira con más atención, comprueba que nada está librado al azar. Cada grupo se mueve dentro de unos límites invisibles pero más reales que las fronteras de un país. Todas están donde deben estar. El imperio del orden.
Y escucha. Rumores de pies que corren y que saltan, de voces y risas, de versos en cadencia al compás de una soga que sube y que baja. Ruidos de envoltorios de caramelos, de galletitas, de pochoclo y palitos salados. Un timbre, pasos y luego el rumor se acalla. Silencio. El murmullo de voces apagadas, tratando de cantar Aurora en una mañana helada, mientras la bandera sube, lenta y desganada. El sonido profundo de un órgano y cantos a María. Alguna voz severa, una campanilla y más silencio.
Y dentro de la capilla (único y último refugio, nadie le preguntará qué hace allí o quién le dio permiso), alcanza a ver a una nena solitaria, casi adolescente, que busca consuelo frente a un sagrario, soñando con otros mundos, con otros cielos y con horizontes que se ensanchan cuanto más se avanza.

Marilí termina de rodear la manzana. Mira de nuevo el cartel que anuncia los excelentes departamentos de dos ambientes con pileta y spa, saca el teléfono de la cartera y marca el número de la inmobiliaria.

domingo, 19 de mayo de 2013

¡¡ANIMAL!!!





¡¡ANIMAL!!!

Por Alejandro Anderlic

Al final, se animó a sacar su manito de entre los barrotes de la jaula. La estiró hacia mí, toda temblorosa, diminuta, llena de aserrín y me miró fijo, con ojos de cachorro recién destetado. En un segundo pude percibir su patética fragilidad humana. Estaba a punto de entrar en nuestras vidas. Le ofrecí el calor de mi garra y enseguida se prendió de ella. Entrelazamos los dedos, que quedaron enmarañados entre su espanto y nuestra esperanza. Con la otra mano se tomó de la cerradura cuadrada de hierro macizo, acercó su cabeza y la inclinó ante mí, quizás para que le acariciara el pelo. Tenía el pelo rubio, casi ceniza, demasiado largo. Si uno no lo miraba por debajo del ombligo, costaba darse cuenta de que era un niño y no niña. Lo habían peinado con raya al medio y le habían puesto dos hebillas, verdes como su collar. Olía a colonia para bebés, demasiada, y no llevaba chupete.

Hoy lunes a la tarde, al volver del trabajo, entré decidido a la veterinaria.  Por mis horarios, nunca la encontraba  abierta, pero esta vez me tomé la licencia de salir una hora antes.  Desde hace tiempo tenía la idea de regalarnos una mascota. A Sacha le vendría muy bien una mascota. Y a mí también, creo.  Siempre que pasaba por ahí de mañana temprano, me solía arrodillar frente a la vidriera a contemplar, agachado, a esos simpáticos bichitos que, del otro lado, gateaban o caminaban tambaleándose, dentro del corralito. Con mi pezuña golpeaba despacito el vidrio y a veces alguno se me acercaba y respondía del otro lado con un manotazo o una mueca.

A él lo habrían traído al negocio el martes pasado, porque hasta entonces yo no lo había visto. Sobresalía del resto, ahí sentadito frente al vidrio, de piernas cruzadas, jugando con su hueso de plástico y bamboleándose atrás-adelante. Pronto notó que mi ojo se había puesto sobre él y ahí nomás me dio una primera sonrisa. Pensé que alguien como él tendría que entrar en nuestras vidas. La cueva necesitaba luz y a Sacha y a mí ya no nos quedaba sitio dónde buscarla. Y teníamos un cuarto que, a propósito, dejamos vacío al mudarnos y al que nunca queríamos entrar.

Volví a pasar por la veterinaria al día siguiente, dos veces. Y otras dos el jueves. Él seguía ahí entre los otros chiquilines, esperando que alguien se lo llevara. El viernes no pude visitarlo; tuve que atender a Sacha, que amaneció triste. Pero ese día, igual que todo el fin de semana, pensé mucho en él. El domingo a la tarde, al volver de la Tertulia de los Cíclopes Contemporáneos, le pregunté a Sacha si estaríamos listos para tener una personita en casa. Era la primera vez que le sacaba el tema. Sacha me abrazó y me dijo que sí. Y se puso a barrer la entrada de la cueva.

Esa noche, pusimos la habitación en condiciones. Arrancamos con una limpieza a fondo. Luego Sacha me ayudó y pintamos las paredes con tinturas pastel. Colgamos una antorcha encima de la entrada e improvisamos una estufa en un rincón, para que nuestro pichón no fuera a pasar frío. En menos de una hora le armamos una cuna con maderos y viruta. También traje la biblioteca de piedra que teníamos guardada en el fondo y le acomodé en los estantes todos los libros infantiles que estuve recopilando durante meses. Saqué de mi mesa de luz los treinta chupetes que había comprado en la farmacia, uno de cada forma y color, y los puse cerca de la cuna. Supuse que eso era todo lo que él necesitaría para ser feliz en la cueva con nosotros.

Entonces el veterinario lo tomó de la cintura para sacarlo de la jaula y lo puso arriba del mostrador sobre una alfombra blanca, para exhibirlo mejor. Su fragilidad resaltaba mucho más encima de la alfombra. “Nos lo llevamos”, le dije. “Ha hecho usted una excelente elección, forastero, lo felicito”, dijo el veterinario poniendo cara de erudito y mirando con frialdad a Socorro. “Se llama Socorro”, agregó. “Es la única palabra que sabe decir a sus dos años. Por eso le pusimos así”. Nos miramos una vez más nuestro pequeño hombrecito y yo. Socorro volvió a agachar su cabeza y le hice unas cosquillas en los cachetes, que despertaron su sonrisa más tierna.

“Para llevarlo, ¿quiere un canasto o una caja?”, me preguntó el veterinario. “El canasto cuesta el doble que la caja, pero le hará a Ud. quedar mucho más distinguido por la calle”. “Prefiero llevarlo a upa, envuelto en esta mantita de polar que traje”, le respondí. “Como quiera”, dijo, encogiéndose de hombros. “Son trescientos cincuenta. Trescientos, si me paga en efectivo. Y si quiere llevarlo con el collar y los accesorios para el pelo son ciento cincuenta más, sólo en efectivo”.

Saqué cuatrocientos cincuenta del bolsillo. El hombre los contó y los guardó en la caja. Luego tomó a Socorro por debajo de los brazos, para alcanzármelo. Socorro, que se acercaba a mí colgando, empezó a patalear y a llorisquear. De repente, alzó las rodillas y disparó un chorro de pis directo al ojo izquierdo del veterinario, que sólo pudo quedarse inmóvil. Al instante, nuestro bebé giró su cabeza y se prendió del antebrazo del hombre, hincándole los dientes con toda su fuerza. El veterinario sacudió el brazo hasta que pudo despegarse de él y lo soltó de golpe sobre mis manos extendidas. “¡¡ANIMAL!!!”, gritó, mientras se retorcía  detrás del mostrador. “¡Es una bestia!”. Se hizo un silencio sepulcral en el negocio. Hasta que Socorro lanzó una risotada. Y luego otra. Lo alcé con una mezcla de orgullo y vergüenza. Socorro se acurrucó sobre el pelaje mullido de mi pecho y yo lo tapé con la mantita.

Partimos del negocio a toda velocidad, sin mirar para atrás. Aunque nadie podría culpar a un cachorrito por una reacción instintiva, visceral, igual me hice el enojado con él, para que fuera sabiendo de límites. Socorro parece ser muy inteligente y seguro que va a aprender rápido.  Saqué el celular del bolsillo y llamé a Sacha. Le avisé que se fuera preparando, que ya pronto llegaríamos a la cueva. Con todo este revuelo, se habían hecho las nueve de la noche, pero era pleno día.

miércoles, 1 de mayo de 2013

PYTHON







PYTHON

Por Alejandro Anderlic

El primero que perdí fue el meñique. Todavía no logro entender bien cómo. Me desperté de madrugada con un cosquilleo raro en la mano izquierda. (Iban tres noches seguidas que me quedaba dormido leyendo, con el traje puesto y la cama sin abrir). Parecía un calambre. Un calambre que me paralizaba desde el codo hasta las yemas de los dedos, incluso las uñas. Empecé a sacudir el brazo, como hacía siempre que me agarraba uno. Con mucha fuerza. Ni me di cuenta, pero el meñique se tiene que haber despegado durante la sacudida. Lo cierto es que cuando prendí el velador y me miré la mano, el meñique ya no estaba.

Me fijé en el piso pero no encontré ningún dedo tirado. Supuse que se habría caído debajo de la cama y me agaché a buscarlo. No tuve suerte. Tampoco me preocupé demasiado; aún tenía todos los dedos de mi otra mano y otros tres en ésta y hasta ahora ningún meñique me había servido de mucho. Yo no los uso para contar billetes, como hacen los otros tres cajeros que hay en el banco. Es que nunca fui muy habilidoso con los meñiques. Lo bueno fue que, para entonces, ya me había librado del calambre. Respiré hondo un par de veces y volví a la oscuridad absoluta de mi cuarto. Después de ese llamativo incidente, lo siguiente que puedo relatarles es el chillido monocorde y penetrante de la alarma del celular, exactamente a las ocho menos cuarto de la mañana.

Para despertarme, siempre uso el teléfono. El reloj de pulsera que tengo es a cuerda y no tiene alarma. Tampoco es muy preciso para dar la hora. Unos días después de que tío Jacobo muriera y yo lo heredara, el reloj se quedó parado, marcando las seis para siempre. Las seis en punto, dice y dirá, dibujando  una línea recta de aspecto fatal, que lo atraviesa de arriba a abajo. Lo que sí le siguió funcionando, hasta hoy, es el calendario: Lo mejor que tiene el reloj de Jacobo es que siempre me indica la fecha. Ayer fue cinco de junio. Hoy hace justo un año que murió tío Jacobo.

Toda la vida, desde chiquito, me atrajo este reloj. No me lo saco para dormir ni para bañarme. Tiene un cuadrante enorme, con números romanos y un zafiro incrustado junto al número IIII. También tiene fondo negro y una malla de cuero de víbora color verde oscuro. Tío Jacobo, en sus últimos días, decía cosas raras sobre el reloj. Bueno, sobre el reloj y sobre todo lo demás. Pobre tío. Se había vuelto muy loco.

Cuando me levanté hoy, fui para la cocina a prepararme un licuado de banana, como todos los miércoles. No me gusta comer nada sólido con el desayuno. En realidad, los miércoles a la mañana sólo me gusta comer banana, pero licuada. Tomé una de la frutera, la pelé y la apoyé sobre la mesada de mármol, para cortarla. Justo ahí sentí algo, pero ahora en el dedo índice. En el dedo índice de la mano izquierda. Esta vez no era un cosquilleo. No podía mantenerlo firme sobre el cuchillo. Se me resbalaba, como si lo hubiera apoyado sobre manteca blanda. De golpe, noté que mi dedo tenía la consistencia de una ameba. Intuí que la falange se habría pulverizado. Mientras maldecía a la banana, tomé el cuchillo con la otra mano. (Soy zurdo). La corté apenas en dos y la tiré adentro de la licuadora. Le agregué leche descremada. Mi dedo índice seguía paralizado y gelatinoso.  No podía moverlo pero sí podía sentirlo y ver cómo apuntaba involuntariamente hacia el piso.

Gracias a Dios no era el dedo medio. Ese es el que uso para contar los billetes. Lo mojo en la almohadilla y soy capaz de contar doscientos por minuto. Llegué a ganarme un premio en el campeonato de contar billetes que hizo recursos humanos hace nueve años. Por suerte el dedo del medio de mi mano izquierda seguía intacto. De solo pensar que podría llegar a perderlo, comencé a sentir pánico y un terrible dolor de estómago, que no me dejó terminar el licuado. Tiré el fondo que quedaba en el vaso al tacho de basura. Junto con los restos del licuado, debe haberse caído también mi dedo índice. Yo agradezco no haber sentido nada. Como no parecía prudente buscarlo entre toda la basura, traté de olvidarlo y ahí debe haber quedado. Entre la basura.

Creí que se me hacía tarde para ir al trabajo y miré la hora en mi reloj. Recién eran las seis, por lo que me tomé mi tiempo. Abrí el placard con cierta dificultad y descolgué una camisa celeste y el traje azul. Decidí que no llevaría corbata. No estaba de humor para corbata.  Sí quería darme el gusto y ponerme los gemelos de nácar que también había heredado de tío Jacobo, así que los saqué de la cajita de plata. Mientras pasaba uno por el ojal de la manga derecha, mi pulgar comenzó a latir. Latía como si toda la sangre del cuerpo se hubiera de pronto acumulado en la punta de ese dedo gordo, gordísimo. Tuve que soltar la manga de la camisa y el gemelo se cayó al piso. Lo levanté y me propuse contener el alarido que habría pegado en otro momento.

Mi mano, lo que quedaba de mi mano, estaba morada, hinchada, parecía quemada. Mi pulgar se había transformado en una criatura monstruosa, que casi superaba el tamaño de mi cabeza. En el momento en que me senté sobre la cama, el dedo empezó a resquebrajarse. Esperé pacientemente unos diez minutos, hasta que se desinfló por completo. Una vez que quedó consumido y todo arrugado, bastó un leve tirón para deprenderlo. Me dio pena, y lo dejé en la cajita de plata, junto con los gemelos.

Al final, me quedé un rato tirado arriba de la cama, a medio vestir. Contemplando mi mano por última vez. Ya no la reconocía como mía, salvo por el reloj de tío Jacobo, que brillaba y brillaba. Y brillaba. Pensé en muchas cosas. Y pensé en tío Jacobo. Tuve el impulso de desajustar un poco la malla del reloj. Pero me arrepentí. Me di cuenta de que, en esas circunstancias, era mejor llamar al banco para avisar que no me esperaran.