domingo, 19 de mayo de 2013

¡¡ANIMAL!!!





¡¡ANIMAL!!!

Por Alejandro Anderlic

Al final, se animó a sacar su manito de entre los barrotes de la jaula. La estiró hacia mí, toda temblorosa, diminuta, llena de aserrín y me miró fijo, con ojos de cachorro recién destetado. En un segundo pude percibir su patética fragilidad humana. Estaba a punto de entrar en nuestras vidas. Le ofrecí el calor de mi garra y enseguida se prendió de ella. Entrelazamos los dedos, que quedaron enmarañados entre su espanto y nuestra esperanza. Con la otra mano se tomó de la cerradura cuadrada de hierro macizo, acercó su cabeza y la inclinó ante mí, quizás para que le acariciara el pelo. Tenía el pelo rubio, casi ceniza, demasiado largo. Si uno no lo miraba por debajo del ombligo, costaba darse cuenta de que era un niño y no niña. Lo habían peinado con raya al medio y le habían puesto dos hebillas, verdes como su collar. Olía a colonia para bebés, demasiada, y no llevaba chupete.

Hoy lunes a la tarde, al volver del trabajo, entré decidido a la veterinaria.  Por mis horarios, nunca la encontraba  abierta, pero esta vez me tomé la licencia de salir una hora antes.  Desde hace tiempo tenía la idea de regalarnos una mascota. A Sacha le vendría muy bien una mascota. Y a mí también, creo.  Siempre que pasaba por ahí de mañana temprano, me solía arrodillar frente a la vidriera a contemplar, agachado, a esos simpáticos bichitos que, del otro lado, gateaban o caminaban tambaleándose, dentro del corralito. Con mi pezuña golpeaba despacito el vidrio y a veces alguno se me acercaba y respondía del otro lado con un manotazo o una mueca.

A él lo habrían traído al negocio el martes pasado, porque hasta entonces yo no lo había visto. Sobresalía del resto, ahí sentadito frente al vidrio, de piernas cruzadas, jugando con su hueso de plástico y bamboleándose atrás-adelante. Pronto notó que mi ojo se había puesto sobre él y ahí nomás me dio una primera sonrisa. Pensé que alguien como él tendría que entrar en nuestras vidas. La cueva necesitaba luz y a Sacha y a mí ya no nos quedaba sitio dónde buscarla. Y teníamos un cuarto que, a propósito, dejamos vacío al mudarnos y al que nunca queríamos entrar.

Volví a pasar por la veterinaria al día siguiente, dos veces. Y otras dos el jueves. Él seguía ahí entre los otros chiquilines, esperando que alguien se lo llevara. El viernes no pude visitarlo; tuve que atender a Sacha, que amaneció triste. Pero ese día, igual que todo el fin de semana, pensé mucho en él. El domingo a la tarde, al volver de la Tertulia de los Cíclopes Contemporáneos, le pregunté a Sacha si estaríamos listos para tener una personita en casa. Era la primera vez que le sacaba el tema. Sacha me abrazó y me dijo que sí. Y se puso a barrer la entrada de la cueva.

Esa noche, pusimos la habitación en condiciones. Arrancamos con una limpieza a fondo. Luego Sacha me ayudó y pintamos las paredes con tinturas pastel. Colgamos una antorcha encima de la entrada e improvisamos una estufa en un rincón, para que nuestro pichón no fuera a pasar frío. En menos de una hora le armamos una cuna con maderos y viruta. También traje la biblioteca de piedra que teníamos guardada en el fondo y le acomodé en los estantes todos los libros infantiles que estuve recopilando durante meses. Saqué de mi mesa de luz los treinta chupetes que había comprado en la farmacia, uno de cada forma y color, y los puse cerca de la cuna. Supuse que eso era todo lo que él necesitaría para ser feliz en la cueva con nosotros.

Entonces el veterinario lo tomó de la cintura para sacarlo de la jaula y lo puso arriba del mostrador sobre una alfombra blanca, para exhibirlo mejor. Su fragilidad resaltaba mucho más encima de la alfombra. “Nos lo llevamos”, le dije. “Ha hecho usted una excelente elección, forastero, lo felicito”, dijo el veterinario poniendo cara de erudito y mirando con frialdad a Socorro. “Se llama Socorro”, agregó. “Es la única palabra que sabe decir a sus dos años. Por eso le pusimos así”. Nos miramos una vez más nuestro pequeño hombrecito y yo. Socorro volvió a agachar su cabeza y le hice unas cosquillas en los cachetes, que despertaron su sonrisa más tierna.

“Para llevarlo, ¿quiere un canasto o una caja?”, me preguntó el veterinario. “El canasto cuesta el doble que la caja, pero le hará a Ud. quedar mucho más distinguido por la calle”. “Prefiero llevarlo a upa, envuelto en esta mantita de polar que traje”, le respondí. “Como quiera”, dijo, encogiéndose de hombros. “Son trescientos cincuenta. Trescientos, si me paga en efectivo. Y si quiere llevarlo con el collar y los accesorios para el pelo son ciento cincuenta más, sólo en efectivo”.

Saqué cuatrocientos cincuenta del bolsillo. El hombre los contó y los guardó en la caja. Luego tomó a Socorro por debajo de los brazos, para alcanzármelo. Socorro, que se acercaba a mí colgando, empezó a patalear y a llorisquear. De repente, alzó las rodillas y disparó un chorro de pis directo al ojo izquierdo del veterinario, que sólo pudo quedarse inmóvil. Al instante, nuestro bebé giró su cabeza y se prendió del antebrazo del hombre, hincándole los dientes con toda su fuerza. El veterinario sacudió el brazo hasta que pudo despegarse de él y lo soltó de golpe sobre mis manos extendidas. “¡¡ANIMAL!!!”, gritó, mientras se retorcía  detrás del mostrador. “¡Es una bestia!”. Se hizo un silencio sepulcral en el negocio. Hasta que Socorro lanzó una risotada. Y luego otra. Lo alcé con una mezcla de orgullo y vergüenza. Socorro se acurrucó sobre el pelaje mullido de mi pecho y yo lo tapé con la mantita.

Partimos del negocio a toda velocidad, sin mirar para atrás. Aunque nadie podría culpar a un cachorrito por una reacción instintiva, visceral, igual me hice el enojado con él, para que fuera sabiendo de límites. Socorro parece ser muy inteligente y seguro que va a aprender rápido.  Saqué el celular del bolsillo y llamé a Sacha. Le avisé que se fuera preparando, que ya pronto llegaríamos a la cueva. Con todo este revuelo, se habían hecho las nueve de la noche, pero era pleno día.

miércoles, 1 de mayo de 2013

PYTHON







PYTHON

Por Alejandro Anderlic

El primero que perdí fue el meñique. Todavía no logro entender bien cómo. Me desperté de madrugada con un cosquilleo raro en la mano izquierda. (Iban tres noches seguidas que me quedaba dormido leyendo, con el traje puesto y la cama sin abrir). Parecía un calambre. Un calambre que me paralizaba desde el codo hasta las yemas de los dedos, incluso las uñas. Empecé a sacudir el brazo, como hacía siempre que me agarraba uno. Con mucha fuerza. Ni me di cuenta, pero el meñique se tiene que haber despegado durante la sacudida. Lo cierto es que cuando prendí el velador y me miré la mano, el meñique ya no estaba.

Me fijé en el piso pero no encontré ningún dedo tirado. Supuse que se habría caído debajo de la cama y me agaché a buscarlo. No tuve suerte. Tampoco me preocupé demasiado; aún tenía todos los dedos de mi otra mano y otros tres en ésta y hasta ahora ningún meñique me había servido de mucho. Yo no los uso para contar billetes, como hacen los otros tres cajeros que hay en el banco. Es que nunca fui muy habilidoso con los meñiques. Lo bueno fue que, para entonces, ya me había librado del calambre. Respiré hondo un par de veces y volví a la oscuridad absoluta de mi cuarto. Después de ese llamativo incidente, lo siguiente que puedo relatarles es el chillido monocorde y penetrante de la alarma del celular, exactamente a las ocho menos cuarto de la mañana.

Para despertarme, siempre uso el teléfono. El reloj de pulsera que tengo es a cuerda y no tiene alarma. Tampoco es muy preciso para dar la hora. Unos días después de que tío Jacobo muriera y yo lo heredara, el reloj se quedó parado, marcando las seis para siempre. Las seis en punto, dice y dirá, dibujando  una línea recta de aspecto fatal, que lo atraviesa de arriba a abajo. Lo que sí le siguió funcionando, hasta hoy, es el calendario: Lo mejor que tiene el reloj de Jacobo es que siempre me indica la fecha. Ayer fue cinco de junio. Hoy hace justo un año que murió tío Jacobo.

Toda la vida, desde chiquito, me atrajo este reloj. No me lo saco para dormir ni para bañarme. Tiene un cuadrante enorme, con números romanos y un zafiro incrustado junto al número IIII. También tiene fondo negro y una malla de cuero de víbora color verde oscuro. Tío Jacobo, en sus últimos días, decía cosas raras sobre el reloj. Bueno, sobre el reloj y sobre todo lo demás. Pobre tío. Se había vuelto muy loco.

Cuando me levanté hoy, fui para la cocina a prepararme un licuado de banana, como todos los miércoles. No me gusta comer nada sólido con el desayuno. En realidad, los miércoles a la mañana sólo me gusta comer banana, pero licuada. Tomé una de la frutera, la pelé y la apoyé sobre la mesada de mármol, para cortarla. Justo ahí sentí algo, pero ahora en el dedo índice. En el dedo índice de la mano izquierda. Esta vez no era un cosquilleo. No podía mantenerlo firme sobre el cuchillo. Se me resbalaba, como si lo hubiera apoyado sobre manteca blanda. De golpe, noté que mi dedo tenía la consistencia de una ameba. Intuí que la falange se habría pulverizado. Mientras maldecía a la banana, tomé el cuchillo con la otra mano. (Soy zurdo). La corté apenas en dos y la tiré adentro de la licuadora. Le agregué leche descremada. Mi dedo índice seguía paralizado y gelatinoso.  No podía moverlo pero sí podía sentirlo y ver cómo apuntaba involuntariamente hacia el piso.

Gracias a Dios no era el dedo medio. Ese es el que uso para contar los billetes. Lo mojo en la almohadilla y soy capaz de contar doscientos por minuto. Llegué a ganarme un premio en el campeonato de contar billetes que hizo recursos humanos hace nueve años. Por suerte el dedo del medio de mi mano izquierda seguía intacto. De solo pensar que podría llegar a perderlo, comencé a sentir pánico y un terrible dolor de estómago, que no me dejó terminar el licuado. Tiré el fondo que quedaba en el vaso al tacho de basura. Junto con los restos del licuado, debe haberse caído también mi dedo índice. Yo agradezco no haber sentido nada. Como no parecía prudente buscarlo entre toda la basura, traté de olvidarlo y ahí debe haber quedado. Entre la basura.

Creí que se me hacía tarde para ir al trabajo y miré la hora en mi reloj. Recién eran las seis, por lo que me tomé mi tiempo. Abrí el placard con cierta dificultad y descolgué una camisa celeste y el traje azul. Decidí que no llevaría corbata. No estaba de humor para corbata.  Sí quería darme el gusto y ponerme los gemelos de nácar que también había heredado de tío Jacobo, así que los saqué de la cajita de plata. Mientras pasaba uno por el ojal de la manga derecha, mi pulgar comenzó a latir. Latía como si toda la sangre del cuerpo se hubiera de pronto acumulado en la punta de ese dedo gordo, gordísimo. Tuve que soltar la manga de la camisa y el gemelo se cayó al piso. Lo levanté y me propuse contener el alarido que habría pegado en otro momento.

Mi mano, lo que quedaba de mi mano, estaba morada, hinchada, parecía quemada. Mi pulgar se había transformado en una criatura monstruosa, que casi superaba el tamaño de mi cabeza. En el momento en que me senté sobre la cama, el dedo empezó a resquebrajarse. Esperé pacientemente unos diez minutos, hasta que se desinfló por completo. Una vez que quedó consumido y todo arrugado, bastó un leve tirón para deprenderlo. Me dio pena, y lo dejé en la cajita de plata, junto con los gemelos.

Al final, me quedé un rato tirado arriba de la cama, a medio vestir. Contemplando mi mano por última vez. Ya no la reconocía como mía, salvo por el reloj de tío Jacobo, que brillaba y brillaba. Y brillaba. Pensé en muchas cosas. Y pensé en tío Jacobo. Tuve el impulso de desajustar un poco la malla del reloj. Pero me arrepentí. Me di cuenta de que, en esas circunstancias, era mejor llamar al banco para avisar que no me esperaran.