viernes, 19 de julio de 2013

EL CERDO DEL BAR




EL CERDO DEL BAR

Por Alejandro Anderlic

El jueves que viene lo volverán a escribir en algún rincón del baño. Seguramente será con rouge y en el espejo. Estrenarán un lápiz labial rojo. Lo abrirán despacio, lo apretarán fuerte, con mezcla de odio y asco, contra la superficie fría, que les devolverá su figura vengativa. Y dibujarán con letra bien redonda, infantil, algo temblorosa, la misma leyenda que las otras veces: “Fue el Cerdo del Bar”.  Aún no sé si podrán limpiarlo antes de que alguien se dé cuenta y empiecen a hacer preguntas.

Yo nunca conté nada a nadie sobre las pintadas que vengo borrando todos los jueves, cada semana, desde aquel día.  Pondría las manos en el fuego por el Rulo. Él sería incapaz de matar a una mosca y sé que no anduvo por ahí ese jueves a la noche, la noche que todo el pueblo quisiera olvidar. Estuvo todo el tiempo en el bar, atendiendo en el mostrador conmigo y de acá nos fuimos juntos para mi casa, cuando ya estaba amaneciendo.

El último jueves, me tocó a mí cerrar el boliche. El Rulo se había tenido que ir más temprano a su casa, porque era el cumpleaños de su hija y quería invitarla a comer afuera. Necesitaba levantarle el ánimo, después de todo lo que les había pasado.  Ese día intuí que descubriría al cobarde que nos ensuciaba las paredes. No me moví del salón ni un momento. Recuerdo haber vigilado la puerta de ese baño todo el tiempo y llegué a contar a todos los que entraron. En total, veintidós sospechosos. Me aseguré de observarlos bien y memorizar el aspecto de cada uno. A algunos los conocía de toda la vida pero también había varios forasteros.  Entraron hombres, mujeres, chicos y chicas. De todo. Ni bien alguno salía de ahí, yo entraba a examinar con obsesión cada rincón, paredes, el   techo, el piso, mingitorios, tabiques, el lavatorio. Y nada.  Sólo un minuto, cuando ya no quedaba nadie, me distraje para atender el teléfono. Era el Rulo, que llamaba para ver cómo andaban las cosas.  Antes de cerrar, acomodé las sillas, empecé a apagar las luces y me asomé de nuevo al baño.

Tiene que haber sido mientras hablaba por teléfono. Esta vez lo habían pintado con aerosol negro y la frase se reflejaba, siniestra, en el espejo, de pared a pared. “Fue el Cerdo del Bar”, decía en letra de imprenta enorme, derechita y algo temblorosa. Salí corriendo a buscar un trapo rejilla, lo impregné en lavandina y volví. Dejé todo el pasillo chorreado y con una baranda asquerosa a lavandina.  Empecé a refregar los azulejos blancos en forma circular, intentando deshacerme de todas esas injurias, que se fueron desvaneciendo de a poco.  En unos minutos,  sólo quedaba un esfumado recuerdo y, al día siguiente, logré hacerlo desaparecer por completo.

Hoy, como todos los jueves, tendríamos de nuevo la pared pintada. Estamos atendiendo el bar el Rulo y yo. Ya son las nueve de la noche y todavía el desgraciado –o desgraciada- no aparece. Quizás está acá, en alguna mesa, esperando a que me distraiga de nuevo para consumar su ritual blasfemo. Miro a todos. Parecen estar ocupados en sus mundos: algunos comiendo en silencio, aquéllos conversando en grupo, uno leyendo un libro amarillento y tomando cerveza. Todos podrían ser. Incluso alguien que por ahora no ha llegado. De repente, entra una pareja mayor. Se sientan en la barra, se toman de la mano y me piden dos cortados con un plato de palitos salados. Una mujer bastante llamativa que está sentada junto a la ventana se levanta y va al baño. No es de acá. Creo que la había visto antes, hace mucho tiempo. En una mesa, a un nenito se le cae un vaso de agua al piso y se hace añicos. El chico se pone a llorar. El Rulo va con una escoba y una pala y, después de levantar los pedazos, le acaricia la cabeza al nene y le dice que no se preocupe. La loba sale del baño. Mientras preparo los dos cafés, trato de llenar el plato de palitos con una mano y le levanto con la otra la tapa del mostrador al Rulo para que pase, mientras sigo a la mujer con la mirada. Noto que deja veinte pesos sobre la mesa y camina hacia la puerta. Pasa por delante de nosotros, dejando al salir una estela de perfume agridulce que nos hipnotiza por unos segundos.

El Rulo sacude la cabeza, enfila para el baño y entra. Suena el teléfono. Es su hija. Le golpeo la puerta para avisarle y él tarda bastante en contestarme. Me dice que le pase el celular por la puerta entreabierta y si le puedo alcanzar el frasquito de alcohol en gel que está sobre el mostrador. Cuando vuelvo con el alcohol y abro la puerta, escucho que están discutiendo. Él le dice a su hija que se calme, que lo hablarían más tarde. Cierra de golpe y casi me saca una mano. Lo noto nervioso cuando sale. Se acomoda al costado de la caja y se queda en silencio, mirando embobado la pelea de fondo en la tele que está colgada en la pared. Espero un poco y le pido que se haga cargo del salón un momento. El Rulo ni me contesta.

Entonces entro al baño, prendo la luz y trabo la puerta con el pasador. Todo está en silencio de este lado. Sólo oigo una seguidilla de gotas intermitentes que escapan de la canilla y rebotan en el lavatorio. El baño es un chiquero, lo normal para esta hora del día. Empiezo a buscar, pero no encuentro nada. El espejo está todo sucio. Sigo buscando. Alguien pegó mocos en un azulejo sobre el mingitorio de la derecha. Maldigo al roñoso y sigo. También se olvidaron de apretar el botón y taparon el inodoro con papel higiénico, como siempre. Pienso que el cobarde no debe haber venido todavía. Tiene tiempo; al jueves aún le quedan dos horas. Alguien golpea a la puerta. Le grito que está ocupado y no insiste.

Justo enfrente de mí está ahora el dispensador de condones. Me detengo a observarlo. Noto un manchón negro en uno de sus lados, como de tinta borroneada. Del otro lado leo “Damián y Jessica” dentro de un corazón. Ahora miro el tacho de basura junto al lavatorio y veo, tirado, el frasco de alcohol que me había pedido el Rulo. Está vacío. Sobre la tapa del tacho hay un bollo de papel higiénico, teñido de negro.

Salgo del baño con el frasco en la mano, me acerco al Rulo y lo apoyo sobre una mesa vacía. El Rulo se da cuenta, pero mira para otro lado y se acerca a cobrarle el café a los tortolitos de la barra.  Sí, el jueves que viene lo volverán a escribir en algún rincón del baño. El Rulo no lo va a poder limpiar y yo no voy a estar para borrarlo. Presiento que alguien se dará cuenta y empezará a hacer preguntas.


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