EL CERDO DEL BAR
Por Alejandro Anderlic
El jueves que viene lo volverán a
escribir en algún rincón del baño. Seguramente será con rouge y en el espejo. Estrenarán un lápiz labial rojo. Lo abrirán
despacio, lo apretarán fuerte, con mezcla de odio y asco, contra la superficie
fría, que les devolverá su figura vengativa. Y dibujarán con letra bien
redonda, infantil, algo temblorosa, la misma leyenda que las otras veces: “Fue el Cerdo del Bar”. Aún no sé si podrán limpiarlo antes de que
alguien se dé cuenta y empiecen a hacer preguntas.
Yo nunca conté nada a nadie sobre
las pintadas que vengo borrando todos los jueves, cada semana, desde aquel día.
Pondría las manos en el fuego por el
Rulo. Él sería incapaz de matar a una mosca y sé que no anduvo por ahí ese
jueves a la noche, la noche que todo el pueblo quisiera olvidar. Estuvo todo el
tiempo en el bar, atendiendo en el mostrador conmigo y de acá nos fuimos juntos
para mi casa, cuando ya estaba amaneciendo.
El último jueves, me tocó a mí
cerrar el boliche. El Rulo se había tenido que ir más temprano a su casa, porque
era el cumpleaños de su hija y quería invitarla a comer afuera. Necesitaba
levantarle el ánimo, después de todo lo que les había pasado. Ese día intuí que descubriría al cobarde que
nos ensuciaba las paredes. No me moví del salón ni un momento. Recuerdo haber
vigilado la puerta de ese baño todo el tiempo y llegué a contar a todos los que
entraron. En total, veintidós sospechosos. Me aseguré de observarlos bien y
memorizar el aspecto de cada uno. A algunos los conocía de toda la vida pero
también había varios forasteros. Entraron
hombres, mujeres, chicos y chicas. De todo. Ni bien alguno salía de ahí, yo
entraba a examinar con obsesión cada rincón, paredes, el techo, el piso, mingitorios, tabiques, el lavatorio.
Y nada. Sólo un minuto, cuando ya no
quedaba nadie, me distraje para atender el teléfono. Era el Rulo, que llamaba
para ver cómo andaban las cosas. Antes
de cerrar, acomodé las sillas, empecé a apagar las luces y me asomé de nuevo al
baño.
Tiene que haber sido mientras
hablaba por teléfono. Esta vez lo habían pintado con aerosol negro y la frase se
reflejaba, siniestra, en el espejo, de pared a pared. “Fue el Cerdo del Bar”, decía en letra de imprenta enorme, derechita
y algo temblorosa. Salí corriendo a buscar un trapo rejilla, lo impregné en
lavandina y volví. Dejé todo el pasillo chorreado y con una baranda asquerosa a
lavandina. Empecé a refregar los
azulejos blancos en forma circular, intentando deshacerme de todas esas injurias,
que se fueron desvaneciendo de a poco. En unos minutos, sólo quedaba un esfumado recuerdo y, al día
siguiente, logré hacerlo desaparecer por completo.
Hoy, como todos los jueves, tendríamos
de nuevo la pared pintada. Estamos atendiendo el bar el Rulo y yo. Ya son las
nueve de la noche y todavía el desgraciado –o desgraciada- no aparece. Quizás
está acá, en alguna mesa, esperando a que me distraiga de nuevo para consumar
su ritual blasfemo. Miro a todos. Parecen estar ocupados en sus mundos: algunos
comiendo en silencio, aquéllos conversando en grupo, uno leyendo un libro
amarillento y tomando cerveza. Todos podrían ser. Incluso alguien que por ahora
no ha llegado. De repente, entra una pareja mayor. Se sientan en la barra, se
toman de la mano y me piden dos cortados con un plato de palitos salados. Una
mujer bastante llamativa que está sentada junto a la ventana se levanta y va al
baño. No es de acá. Creo que la había visto antes, hace mucho tiempo. En una
mesa, a un nenito se le cae un vaso de agua al piso y se hace añicos. El chico
se pone a llorar. El Rulo va con una escoba y una pala y, después de levantar
los pedazos, le acaricia la cabeza al nene y le dice que no se preocupe. La loba
sale del baño. Mientras preparo los dos cafés, trato de llenar el plato de palitos
con una mano y le levanto con la otra la tapa del mostrador al Rulo para que
pase, mientras sigo a la mujer con la mirada. Noto que deja veinte pesos sobre
la mesa y camina hacia la puerta. Pasa por delante de nosotros, dejando al
salir una estela de perfume agridulce que nos hipnotiza por unos segundos.
El Rulo sacude la cabeza, enfila
para el baño y entra. Suena el teléfono. Es su hija. Le golpeo la puerta para
avisarle y él tarda bastante en contestarme. Me dice que le pase el celular por
la puerta entreabierta y si le puedo alcanzar el frasquito de alcohol en gel
que está sobre el mostrador. Cuando vuelvo con el alcohol y abro la puerta,
escucho que están discutiendo. Él le dice a su hija que se calme, que lo hablarían
más tarde. Cierra de golpe y casi me saca una mano. Lo noto nervioso cuando
sale. Se acomoda al costado de la caja y se queda en silencio, mirando embobado
la pelea de fondo en la tele que está colgada en la pared. Espero un poco y le
pido que se haga cargo del salón un momento. El Rulo ni me contesta.
Entonces entro al baño, prendo la
luz y trabo la puerta con el pasador. Todo está en silencio de este lado. Sólo oigo
una seguidilla de gotas intermitentes que escapan de la canilla y rebotan en el
lavatorio. El baño es un chiquero, lo normal para esta hora del día. Empiezo a
buscar, pero no encuentro nada. El espejo está todo sucio. Sigo buscando. Alguien
pegó mocos en un azulejo sobre el mingitorio de la derecha. Maldigo al roñoso y
sigo. También se olvidaron de apretar el botón y taparon el inodoro con papel
higiénico, como siempre. Pienso que el cobarde no debe haber venido todavía.
Tiene tiempo; al jueves aún le quedan dos horas. Alguien golpea a la puerta. Le
grito que está ocupado y no insiste.
Justo enfrente de mí está ahora el
dispensador de condones. Me detengo a observarlo. Noto un manchón negro en uno
de sus lados, como de tinta borroneada. Del otro lado leo “Damián y Jessica”
dentro de un corazón. Ahora miro el tacho de basura junto al lavatorio y veo,
tirado, el frasco de alcohol que me había pedido el Rulo. Está vacío. Sobre la
tapa del tacho hay un bollo de papel higiénico, teñido de negro.
Salgo del baño con el frasco en
la mano, me acerco al Rulo y lo apoyo sobre una mesa vacía. El Rulo se da
cuenta, pero mira para otro lado y se acerca a cobrarle el café a los
tortolitos de la barra. Sí, el jueves
que viene lo volverán a escribir en algún rincón del baño. El Rulo no lo va a
poder limpiar y yo no voy a estar para borrarlo. Presiento que alguien se dará
cuenta y empezará a hacer preguntas.
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