jueves, 31 de octubre de 2013

BAUTISMO COLECTIVO




BAUTISMO COLECTIVO

Por Alejandro Anderlic


Su hijo Tadeo se tomó con fuerza de la manija blanca y, en medio de un bostezo, trepó con dificultad los tres escalones, con la torpeza de quien hace algo por primera vez. Sentía que en su mochila llevaba kilos y kilos de plomo. Manuel quiso ayudarlo y le dio un pequeño empujón por la espalda, mientras seguía maldiciendo a la vida en silencio. Subió atrás de Tadeo con pasos temblorosos y mirando para abajo. Al levantar la vista, se topó con el cartel que decía “Por favor, indique su destino”. Así que pensó en su destino y, medio tartamudeando, pidió al conductor dos boletos hasta la parada anterior a la del colegio. Tuvo que pagarlos Tadeo, porque Manuel no sabía que no se aceptaban billetes. Tampoco tenía idea del precio del pasaje (ni se había interesado por averiguarlo antes). En puntas de pie, Tadeo metió las monedas que guardaba en su cartuchera una por una, despacito, por la ranura. Eran como veinte. Se quedó embobado escuchando el ruido que hacían al girar, mientras el aparato se las iba tragando. El chofer, guiñándole un ojo, le dijo a Tadeo que no olvidara llevarse los dos boletos. Tadeo se quedó mirando a Manuel, que se quedó mirando a la máquina.

Entonces, una señora canosa que estaba en el primer asiento les sonrió amablemente y señaló por dónde sacarlos. Tadeo le agradeció con la cabeza. Manuel la miró con desprecio, mientras hacía un bollo en su mano derecha con los dos pedacitos de papel. Pensó en tirarlos al piso, que estaba bastante sucio, pero terminó guardándoselos en el bolsillo de su sobretodo de alpaca. Tomó a su hijo de la mano y lo llevó por el pasillo hacia el fondo, esquivando a un oficinista que iba leyendo un diario gratuito, de esos que Manuel no conocía. Tadeo miraba para todos lados. A él sí le entusiasmaba la idea de viajar en colectivo.  

Estaba medio nublado pero nadie podía prever la tormenta que se iba a venir. Quedaban tres asientos vacíos en la fila del fondo, los tres del medio. En una de las puntas roncaba con la cabeza para abajo un flaco de aspecto descuidado, con la música a todo volumen retumbando en sus auriculares baratos. Del otro lado, una cuarentona bastante corriente, vestida así nomás, que destilaba olor a lavandina. En voz baja, Manuel le dijo a Tadeo que era mejor viajar parados, porque esos asientos debían ser bastante incómodos. Tadeo no se hizo problema. Desensilló la mochila y cuando estuvo a punto de apoyarla en el piso, su padre la levantó y se la colgó de su propio hombro. Le dijo a Tadeo que era preferible que se arrugara su camisa de voile antes que apoyar la mochila en el piso. Mejor no apoyar nada en el piso de un colectivo, donde la gente escupe y arrastra la suela roñosa de sus zapatos con la que pisaron caca de perro. También le dijo que al bajar se iban a tener que frotar bien las manos con alcohol, porque los caños del transporte público están llenos de microbios. Lleno de gente maleducada, distinta, que va al baño, olvida lavarse y después se sube al colectivo. Por eso Manuel se tomaba del pasamanos sólo con la yema del pulgar y el índice.

Lo que siguió fue un larguísimo silencio. Mientras Tadeo iba leyendo los carteles que veía por la ventana e intentaba adivinar el color de cada auto que los pasaría por la izquierda, Manuel pensaba con nostalgia en la vida anterior. Hasta que alguien tocó el timbre para bajar, una, dos, tres veces, el chofer pegó un grito y Manuel se refregó los ojos.

Unas diez personas se subieron en esa parada, la de la estación de tren. Ellos dos se corrieron un poco más para atrás y quedaron cerca de la puerta. El colectivo empezó a llenarse de gente que viaja en colectivo. El pelo suelto medio engrasado de una mujer que se les paró al lado le hacía cosquillas en la cara a Manuel, pero no eran cosquillas para reírse. Manuel movió su cabeza hacia los costados y para abajo, intentando quitárselos de encima. Cuando se miró la punta de sus zapatos, notó que brillaban demasiado. Entonces pasó uno de sus brazos alrededor del hombro de Tadeo, para protegerlo.

A las pocas cuadras, bajaron dos y subieron ocho más. Manuel los observó bien. Creyó descubrir punguistas, traficantes y pedófilos. Salvo ese viejito, todos los demás eran sospechosos. Tratando de ignorar el olor a humano que se le había impregnado en la nariz, se estiró el puño de la camisa hacia abajo, para ocultar el reloj.  También se prendió el primer botón del saco y se tanteó la billetera y el llavero que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón, para asegurarse que todavía estuvieran ahí. Miró por la ventana por qué altura de la avenida iban y trató de calcular cuánto faltaría para bajarse. Tadeo tampoco estaba  acostumbrado a todo esto, pero parecía disfrutarlo.

El cielo se puso negro y empezaron a caer las primeras gotas. La mujer del fondo se paró y en seguida el viejito de barba blanca y bastón ocupó el asiento. Era el sujeto que a Manuel no le causaba rechazo. Se parecía mucho al duende de la lata de dulce de batata que le gustaba a Manuel, aunque no tenía el gorro con pompón.

Faltando unas veinte cuadras, el tránsito se puso muy denso y ya no cabía un alma más en el colectivo. La pierna de Manuel hacía presión sobre el brazo del anciano y Tadeo se sostenía como podía de la manija donde estaba apoyado el bastón. El aire se había enviciado y los vidrios se empezaron a empañar. Entonces el viejito, acariciándole la cabeza, le pidió a Tadeo si lo ayudaba a abrir un poco la ventanilla. Tadeo miró a su papá buscando aprobación y Manuel asintió. Tadeo le preguntó si podía sentarse upa suyo, así estaba un poco más cómodo. En seguida los tres empezaron a conversar, como si se conocieran desde siempre. De golpe, en una esquina, esa ventana se abrió por completo, sin que nadie la hubiera tocado. Entre los tres intentaron cerrarla, pero se había trabado. Trataron de pararse y correrse, pero tampoco pudieron. El agua entraba a baldazos y en unos segundos Tadeo y el viejito quedaron empapados. Manuel tardó un poco más en quedar hecho sopa. Apenas un poco más.  Lejos de preocuparse por la lluvia, decidieron que era mejor seguir conversando. Y siguieron conversando. Hacía tiempo que a Manuel no se lo veía tan contento. Puede ser que por eso, aquel día, Tadeo llegó al colegio bastante más tarde.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Boin - Solange Carricart

Heraldo era tan feo como su nombre, y para colmo de males era pobre. Vivía con su mama en una casilla de chapa y ladrillos en el corazón de la 1-11-14.
Descubrió su fealdad alrededor de los once, cuando el olor a mujer empezó a producirle escalofrío en la entrepierna. Su debut sexual fue a los catorce con la puta de la otra cuadra, mucho tiempo después que sus amigos; por alguna extraña razón, la gorda nunca tenía tiempo para atenderlo. En los bailes de verano que solían hacerse en las calles, sacaba a bailar vecinas que siempre ponían una excusa para decirle que no. Todos sus amigos habían besado a alguna chica y él ni con Claudia, la bigotuda, había tenido suerte. En su casa no había fotos suyas de  chico, se había prendido fuego la caja donde las guardaba, le decía su madre. Ni limosna podía pedir porque la gente lo miraba con impresión cuando se acercaba.
Medía metro ochenta, era flaco y desgarbado. Sus ojos achinados insinuaban querer huir de esa cara y los labios sobresalían como dos riñones. Se rapaba a los costados de la cabeza y se dejaba el pelo largo arriba, estilo “guachiturro”, su grupo de cabecera. Se había tatuado en el cuello las iniciales inventadas de un  padre inventadamente muerto. La nariz era enorme, plana a los costados y encorvada, que le daba a su cara un aire aerodinámico. A raíz de esto consiguió el apodo de “Boin”, en alusión a la aerdinamia del Boing 737.
Hizo toda la primaria en el colegio que estaba justo saliendo de la villa. La secundaria no pudo, tuvo que salir a trabajar porque el sueldo de doméstica de su mama no alcanzaba para comer. Empezó como ayudante de albañil del vecino del fondo. El papa de Marta.
Marta era petiza, culona, tenía los ojos profundamente negros como su pelo largo y ondulado hasta la cintura. Usaba jeans ajustados que calzaba justo debajo de los anchos rollos que enmarcaban su cadera.  Remeras escotadas, Adidas blancas y delineador negro alrededor de los ojos, definían su personalidad. Escuchaba la Bersuit y Hermética todo el día, odiaba la cumbia. Marta le quitaba el sueño a él y a  todos sus amigos.  Marta se había acostado con todos sus amigos, menos con él. Heraldo la adoraba en silencio, soñaba con ella, se masturbaba por ella y vivía pendiente de ella. Marta le tenía aprecio, estima. Ni a cariño llegaba. Pero habían crecido juntos y era un buen vecino.
Cuando cumplió los dieciséis murió su mama al  caer debajo del tren  que salía de Lugano.  Se había tenido que colgar del estribo, único lugar disponible en ese vagón abarrotado de gente. Heraldo no se pudo recuperar, era lo único que tenía en la vida. Quedó destrozado y es ahí donde empezó con las drogas y volcó.
Primero fue el pegamento y después la pasta base. Pasando de a ratos por el porro y la merca. Lo que hubiera a mano. Eran su alimento, su combustible para empezar el día. Día que a veces duraba una  semana. Cuando volvía por su casa fisurado y sucio, se cruzaba con el “Qué onda Boin. Dónde estabas? Rescatate fiera!” de Marta.
El exceso de drogas y sus constantes desapariciones cansaron al padre de Marta y Heraldo se quedó sin trabajo.  Cuando se terminaba la droga salía a robar o a acomodar coches  y una vez que la compraba  se encerraba en su casa donde pasaba días enteros, solo. Todo esto lo volvió frío, callado,  agresivo, peleador, distante, egoísta y con mirada asesina.
Nadie recuerda bien como empezaron las peleas, creen que es por alguna deuda al dealer. No sería raro, los problemas con el dealer eran moneda corriente en la villa. El tipo ya no aceptaba ni las zapatillas, ni las camperas, por mas Nike o Adidas posta que fueran.  Él quería la moneda.
El asunto es que se armaron dos bandas en la 1-11-14. La de Boin y la del Turco. Boin, en secreto, se la tenía jurada: el también se había cogido a Marta.  El Turco vendía el mejor paco de la zona y varias veces le había fiado. Hasta que un buen día, la deuda se hizo grande y el Turco no le vendió mas. Una madrugada fría de julio, Boin desesperado y con los primeros síntomas de la abstinencia, empezó a tirar cascotes al frente de la casa del Turco, y rompió el  vidrio del comedor. Salieron varios vecinos de la zona y lo corrieron a tiros. Gracias a su delgadez extrema pudo zafar y escapar en la noche cerrada. Cuando Boin le comentó a su banda lo que había ocurrido, planearon vengarse.
Fabricaron  facas, buscaron cuchillos, cinturones, botellas rotas, piedras y vidrios con la empuñadura armada con restos de trapos viejos. Y se encontraron el sábado siguiente a la salida del boliche. Eran las cuatro de la mañana. Estaban todos pasados de falopa y borrachos.  Serían treinta entre las dos bandas. Treinta enajenados con los ojos inyectados en odio y el cuerpo destilando muerte. Se dieron duro. La gente miraba desde las veredas el infierno que ocurría en el medio de la calle. Nadie se metía. Había sangre por todos lados. Se oían gritos, puteadas,  ruidos de huesos rotos, patadas y alguno que otro llanto. Y de repente un tiro. Del único arma que había: la treinta y dos del Turco.
Se encontraron  en medio de la gresca, casi de casualidad. Boin acababa de partirle la cara con un vidrio a alguien; cuando se dio vuelta  sintió un ardor profundo que le quemaba el lado izquierdo, justo a la altura del corazón. Murió en el acto.

Cuando la policía allanó su casilla encontró: la colección completa de Spinetta, una biblioteca improvisada con cajones de manzana cubierta de libros de Gelman,  Neruda, Borges y Benedetti, cuatro cuadernos Gloria con poemas de amor y un grafitti en la pared de su cuarto que decía “Me duele una mujer en el todo el cuerpo”.

Solange

Septiembre 2013