sábado, 26 de abril de 2014

NOMEOLVIDES


 

NOMEOLVIDES

 
Por Alejandro Anderlic 

Entró a mi quiosco de madrugada, con su delantal de colegio blanco recién planchado, la mochila de Barbie, que era más grande que ella, y botitas de goma color chicle, como único signo del terrible diluvio que estaba cayendo afuera.

Pero ella no estaba mojada y olía a rosas. Tendría unos ocho o nueve años, mejillas caramelo de frambuesa, el pelo rocío de miel. Se paró frente al mostrador, en puntas de pie y, sin decir nada, empezó a recorrerlo con la mirada, abriendo a más no poder sus ojos negros enormes. Esperé unos minutos y le pregunté si podia ayudarla. “Bueno, gracias, señor. ¿Tiene de esas pastillitas de anís con forma de corazón que vienen en una cajita de colores..?”

A muy poca gente le gusta las pastillas de anís. A mí me encantan, pero las empecé a apreciar de grande. Lo mismo que a Lina. En este momento, podría decir que a nadie quise tanto como a Lina. La conocí una noche de abril cerca de la estación de trenes, en la cuadra más oscura. En seguida me llamó la atención. Llevaba un impermeable claro y no sé si algo más. Charlamos unos minutos pero no quedamos en nada.

La siguiente vez que nos vimos no llovía y me animé a invitarla a casa. Fue esa noche cuando, entre los dos, nos animamos a tocar la luna. Depués nos quedamos profundamente dormidos, ella tomada de mi mano. Desperté a media mañana, con un beso suyo en la frente. Me dijo que ya se tenía que ir y no me animé a retenerla.

Iniciando un rito que se repetiría una vez por mes, saqué el dinero del bolsillo del pantalón y lo dejé sobre el escritorio.

Ella me miró así y pudo frenar el tiempo para siempre. Sacó una birome de su cartera y y escribió algo en el billete que estaba arriba de todo, uno de cincuenta pesos. Lo dobló en ocho, extendió su mano para que yo abriera la mía y me lo devolvió. Nos dimos un abrazo y luego partió. Recién al rato, me animé a abrir el puño y el billete, que había quedado hecho un bollo. Lina había escrito junto a la figura de las Malvinas un “Nomeolvides”, con trazo tembloroso, en tinta roja.

Con el tiempo, empecé a acostumbrarme al perfume de rosas y anís de Lina. Nuestras vidas seguían marchando sin sobresaltos por caminos paralelos, que se cruzaban en celestiales encuentros metódicamente calendarizados. Todos los meses, ella esperándome en la misma esquina, yo renovando mi invitación y al rato los dos como uno.

Hasta que en la madrugada del mes once, nos animamos a tomar la decisión. Ella se despertó sobresaltada y fue corriendo al baño. Al prender la luz del pasillo, yo también me desperté. Volvió al rato toda empapada, con una noticia impensada y dos vasos de limonada en la mano. Le dije que no se ofendiera, que no tenía sed y prefería pasar solo el resto de la noche. Tomó los billetes, como siempre. El de abajo de todo, seguía arrugado y tenía algo escrito con tinta roja. Nos despedimos con un abrazo.

No volví a saber nada de Lina. Nunca más pasé por su esquina, por miedo a no sé qué. Todavía me lamento y empiezo a extrañar sus dos aromas, que me quedaron para siempre impregnados en el alma.

“¿Cuánto le debo, señor?” –me preguntó la chiquilina.

Le respondí que nada, que justo esas que ella había elegido eran gratis. Que las llevara y qué bueno que a alguien le gustara el anís como a mí.

La nenita sonrió, sin decir nada. Fue hasta la heladera que tengo en el fondo y sacó una botellita de limonada. “¿Cuánto es?” - me preguntó.

Le contesté que veinte pesos.

Entonces sacó un billete de cincuenta de adentro de la mochila, todo arrugado y descolorido y lo dejó apoyado sobre la pila de alfajores de maicena.

Y se marchó. Alguien la esperaba en la esquina, con un paraguas enorme.

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