miércoles, 10 de septiembre de 2014

ANANÁ



ANANÁ

Por Alejandro Anderlic 

Ayer me desperté a las nueve de la mañana. Fue la primera noche que dormí en casa sin Lola y los chicos. El aire se había impregnado de olor a ananá. Yo decía que era ananá. Lola decía que era piña. No sé bien cómo distinguir una fruta de la otra. Para el caso, importa poco. Creo que piña es lo que comíamos con el desayuno las veces que fuimos a Brasil con ella y los chicos. El punto es que el olor viene de la cosa gigante que se nos está viniendo encima. ¿Dónde estará Lola? ¿Cuándo volveré a ver a los chicos? La gente no se ha puesto de acuerdo en qué es eso que se está acercando. Algunos lo están ignorando y siguen haciendo su vida de siempre. Otros, como Lola, entraron en pánico y se escaparon de la ciudad. Creo que a partir del ananá gigante se formó una grieta en nuestra sociedad y nada volverá a ser como antes.

Lola se dio cuenta hace una semana, cuando todavía nadie hablaba del tema. Era jueves, salíamos del cine y ella me señaló algo junto a las Tres Marías, que brillaba mucho más que una estrella. Al lado nuestro, una pareja mayor también lo comentaba. Ella le insistía; él, le decía que estaba loca. Estuve a punto de meterme en la conversación, pero Lola me tomó del brazo y levantó la mano para llamar un taxi. Me acuerdo de eso y me viene a la mente la imagen de mi hijo menor, cuando acomodaba las valijas en el asiento de adelante del auto, diciendo que su madre también se había vuelto loca.

Al otro día, mientras desayunábamos comentando la película, empezaron a hablar del ananá por la radio. Los chicos ni se dieron cuenta. Con Lola, nos fuimos para el balcón y ahí nos quedamos duros, viendo que la cosa había crecido bastante. Tenia forma de piña, o de ananá. Era del tamaño del sol, pero no encandilaba. Lola llamó a su trabajo para avisar que no iba a poder ir. Tampoco quiso mandar a los chicos al colegio. Me contaron ellos, después, que su mamá se había pasado el día rezando frente al televisor. Yo fui a la fábrica, pero me tuve que volver más temprano. Es que Lola me llegó a mandar treinta mensajes al celular, diciéndome que tenia miedo. Le pedí que por favor no hiciera escándalo delante de los chicos. Volví a casa sin prender la radio del auto, pensando en el ananá que se estaba acercando. Para cuando estacioné en el garage, había llegado a una conclusión muy lógica: no hay ananás gigantes viajando por  el cielo. Sin embargo, al bajarme, miré para arriba y vi cómo esa cosa, que no podía ser un ananá, ya tenia el doble de tamaño que el sol. Fui directo a la cocina por una copa de vino. Le ofrecí una a Lola, que estaba ahí sentada, con el rosario que compramos en Roma enredado en la muñeca. Los chicos estaban jugando en su cuarto.

Lola cambiaba los canales apretando el control remoto con el pulgar, sin decir una palabra, como si estuviera poseída. Las noticias en la tele eran contradictorias. En el 22, hablaban de un meteorito que iba a estrellarse con nuestro planeta. En el 23 daban una película vieja. En el 24, había un panel de expertos hablando de una acumulación de gases provocada por el calentamiento global -que curiosamente había adoptado forma de piña- y que sería inofensiva. El canal oficial pasaba el discurso del presidente en la inauguración de una planta empaquetadora de legumbres.

Me levanté a buscar el teléfono para llamar a mi hermano mayor, a ver qué pensaba él de toda esta locura. Me dijo que era un infeliz si creía en lo del ananá. Discutimos fuerte hasta que le colgué. Fue una conversación muy desagradable. En el medio, Lola acostó a los chicos y me hizo una seña de “te espero arriba”. Me quedé un rato sentado en el sillón del living y cuando subí, ella ya se había dormido con un libro abierto, los anteojos puestos y la tele prendida. Cambié de canal y me puse a mirar un programa sobre un pueblo originario en extinción.

El sábado nos despertamos como siempre para llevar a los chicos a deporte. Lola levantó la persiana y me vino a buscar, agitada, para avisarme que la piña había desaparecido. Era cierto, no se veía más. El cielo estaba todo nublado y la bruma no dejaba ver a más de cien metros. Por suerte, no llovía. Sin decir nada, Lola me abrazó y me dio un beso con los ojos cerrados. Hacía rato que no nos dábamos un beso con los ojos cerrados. Entramos a la página Web del club y nos aseguramos de que fueran a hacerse los partidos a pesar del clima espantoso.  Ayudamos a los chicos a ponerse el equipo de gimnasia y partimos. Había mucha menos gente que otros fines de semana, como cuando tenemos un feriado puente. Mientras ellos jugaban, nos fuimos con Lola hasta el bar por un café. Al rato, la bruma empezó a levantarse.

Los siguientes dos días no hablamos del tema. Ni de ese ni de ningún otro. Recién el martes Lola me propuso que dejáramos la ciudad. Yo me acordé de lo que me había dicho mi hermano y le dije que no. Ella insistió y se fue con los chicos. Los chicos no se querían ir, pero ella es la madre… De todas formas, quedamos en encontrarnos acá cuando todo hubiera pasado.

Ahora me asomo de nuevo por la ventana y casi puedo tocarlo. Definitivamente es un ananá gigante. Un ananá con forma de meteorito. O al revés. Es anaranjado y destellante. Está lleno de cuadrados y tiene unas puntas oscuras que sobresalen y que seguramente pinchan. Quizás haya vida adentro, eso empezaron a decir hoy en los noticieros. Desde ayer, toda la ciudad está cubierta de sombra. El sol y mi familia quedaron del otro lado.

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